El gran escape

The Great Escape

Deaton, Angus.
El gran escape. Salud, riqueza y los
orígenes de la desigualdad.
México, Fondo de Cultura Económica, 2015, 403 pp.

Reseña

Gerardo Leyva Parra*

* Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), gerardo.leyva@inegi.org.mx

 

rde_25_art08Prolegómenos

El gran escape al que se refiere Angus Deaton no es el de la película en la que el personaje protagonizado por Steve McQueen, junto con un grupo de más de 50 prisioneros, logra de manera audaz escabullirse de un campo de prisioneros nazi durante la Segunda Guerra Mundial. Si bien el paralelo le resulta retóricamente provechoso, el gran escape al que alude Deaton es el de la epopeya del desarrollo, en la que muchos millones de personas alrededor del mundo han logrado librarse de la pobreza y de la muerte prematura, con lo cual se ha abierto una brecha notable entre quienes han podido escapar y los que no. Tal como el propio autor lo expresa: “…Este libro trata de la danza sin fin entre el progreso y la desigualdad, y cómo la desigualdad en ocasiones puede ser útil —al mostrar a otros el camino o proveer incentivos para remontar la brecha— y a veces inútil —cuando quienes lograron escapar protegen sus posiciones destruyendo las rutas de escape que quedaron detrás de ellos…”.

Deaton argumenta de manera convincente que progreso y desigualdad están vinculados de forma tan intrínseca, que cuando hablamos de la historia del desarrollo en el mundo no es posible entender adecuadamente al uno sin la otra. Se trata de un recuento de aspectos relevantes en la evolución de la humanidad, concebida ésta desde una perspectiva multidimensional en espíritu, pero bidimensional en la práctica, pues si bien hace referencia al marco teórico de capacidades de Amartya Sen —que se sustenta en las libertades para ser o hacer en una amplia gama de aspectos del desarrollo humano—, en la práctica, para los fines del libro al que aquí nos referimos, se concentra en solo dos dimensiones: dinero (o sea ingreso) y salud física. En este proceso, el autor reconoce que no aborda otras dimensiones relevantes del bienestar como: “…libertad, educación, autonomía, dignidad y capacidad de participar en sociedad…” y, si bien el estudio está limitado a dos de las tres consideradas por el índice de desarrollo humano del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) —falta el tema de educación—, su aportación y ventaja principal radica en la claridad y profundidad del análisis que presenta.

Más allá del ingreso y la salud, hay una tercera dimensión que, a pesar de no pertenecer al pensamiento de Sen, es rescatada por Deaton por su valor como punto de contraste: el bienestar subjetivo. El tema se presenta como un referente global que ayude a balancear la parcialidad de las dos dimensiones seleccionadas y como un elemento de validación de la relevancia del bienestar material y físico en el marco del bienestar en general, en el que intervienen diversos elementos inmateriales, relacionales y emocionales asociados con la salud psicológica.

Se toma su tiempo para demostrar que hay una relación positiva entre el bienestar subjetivo (evaluación de la vida con la Escalera de Cantril1) y el producto interno bruto (PIB) per cápita de los países, de manera que cada dólar adicional aporta incrementos cada vez menores en bienestar subjetivo, si bien aumentos porcentuales iguales del PIB per cápita resultan en incrementos similares en el indicador de bienestar subjetivo, lo cual le permite subrayar que la evidencia disponible no muestra un punto de saciedad respecto al ingreso ni tampoco un proceso de adaptación que haga a los pobres indiferentes de su pobreza en términos de su satisfacción con la vida, por lo que el ingreso permanece como una variable importante, que merece seguir siendo estudiada para el análisis del bienestar (incluso en los países más ricos), pero sin dejar de reconocer que el bienestar en general va mucho más allá del ingreso.

También, aprovecha para argumentar de forma breve su posición largamente sostenida de que las mediciones de bienestar subjetivo tienen limitaciones de origen que obligan a usarlas con precaución y que desaconsejan utilizarlo como la única y principal métrica del progreso social, lo cual contrasta de manera radical con la perspectiva de Richard Layard, otro destacado economista británico (Layard es inglés y Deaton es escocés). Por último, señala que si se elige medir el bienestar subjetivo por la vía del balance de las emociones positivas y negativas de corto plazo (por ejemplo, correspondientes al día anterior a la entrevista), se observa una menor correlación con el PIB entre países que si se usa una medición menos emotiva y más evaluativa, como la satisfacción con la vida o la Escalera de Cantril.

Entre sus reflexiones preliminares considero destacable en especial la relacionada con la importancia de conocer la información, pues señala que “…sin datos, cualquiera que haga algo es libre de reclamar éxito…”. Más aún, indica que no basta con tenerlos a la mano sino hay que saber usarlos: “…a menos que entendamos cómo es que se acopian los datos y qué significan, corremos el riesgo de ver problemas donde no los hay, de soslayar necesidades urgentes que se pueden solucionar, de experimentar ira ante meras fantasías al tiempo que soslayamos horrores reales, y de recomendar políticas fundamentalmente equivocadas…”.

Salud

Deaton se encarga de recordarnos que el ingreso y la esperanza de vida están muy asociados, de manera que los países con mayor PIB per cápita tienden a reportar mayores esperanzas de vida. Más aún, a medida que avanza la tecnología médica y sanitaria, la esperanza de vida asociada con cada nivel del PIB per cápita se ha incrementado, sin dejar de reconocer que los sistemas de salud en un momento dado pueden diferir de manera importante entre los países, llegando a presentarse casos como el de Cuba con una esperanza de vida por encima de lo que su nivel de ingreso haría suponer o el de Estados Unidos de América (EE.UU.) con una menor a la que le correspondería dado su ingreso.

Más allá de la tecnología y la eficiencia de los sistemas de salud, que empujan la esperanza de vida condicional al PIB per cápita hacia adelante y hacia arriba, el autor nos recuerda que el escape no está asegurado y que choques negativos como epidemias, guerras y políticas equivocadas pueden darle marcha atrás. En particular, los gobiernos tienen siempre la posibilidad de echar las cosas a perder al implementar políticas que les alejen de manera importante de su potencial de esperanza de vida, como lo muestra el caso paradigmático de la hambruna en la China de Mao ocurrida de 1958 a 1961 en la que murieron más de 35 millones de personas y dejaron de nacer otros 40 millones.

Bajo la premisa de que “no hay ningún muerto sano”, Deaton nos ofrece un primer vistazo a la historia de la salud pública a partir de cifras de esperanza de vida y tasas de mortalidad. En el proceso, nos recuerda las limitaciones del cálculo de ésta que, por construcción, refleja la mortalidad para cada cohorte en un momento dado, por lo que puede cambiar de forma drástica de un año a otro en el caso de un choque temporal importante, como lo fue, por ejemplo, la epidemia de influenza de 1917. Asimismo, nos dice que la esperanza de vida es más sensible a cambios de la mortalidad en las cohortes de menos edad, por lo cual se debe estar consciente de que el uso de este indicador como objetivo de política tiende a favorecer la disminución en la mortalidad infantil por sobre la de los adultos mayores. Nos muestra cómo la esperanza de vida de las mujeres es, en general, mayor que la de los hombres, así como la manera en que ambas han crecido en los últimos 100 años.

Desde una perspectiva más de largo plazo, muestra cómo el cambio de vida del nomadismo de caza-recolección al sedentarismo —que derivó del surgimiento de los asentamientos humanos y el dominio de la agricultura y la ganadería— estuvo asociado con la presencia de una serie de nuevas enfermedades propiciadas por el mayor riesgo de contagio al tener más personas juntas, por el deterioro en la calidad de la alimentación, la transmisión de enfermedades tanto del ganado como de otras especies animales hacia las personas y por inadecuadas prácticas de higiene y de manejo de los materiales fecales, lo cual solo comenzó a atenderse con diversos esfuerzos de alcances no muy claros a partir del movimiento de la Ilustración, posiblemente con algún éxito para los integrantes de la aristocracia, pero que comenzó a revertirse de manera clara y generalizada hasta la aparición de la teoría microbiana de las enfermedades en la segunda mitad del siglo XIX, vinculada con la implementación de políticas de salud pública enfocadas de forma particular en el manejo apropiado de las aguas residuales de las ciudades.

Las innovaciones tecnológicas que permitieron reducir las tasas de mortalidad en los países industriales (prácticas higiénicas, medidas específicas de salud pública, vacunas, control de vector y antibióticos) gradualmente se fueron generalizando entre su población y luego en la de otras naciones que pudieron comenzar un proceso de convergencia en materia de esperanza de vida, en el que aquellos que entraban más tarde a su adopción tendían a presentar mejoras relativamente más aceleradas de sus respectivas esperanzas de vida. Estos progresos han venido en muchos casos acompañados de incrementos en la educación y bajas en el número de hijos por mujer, avances que, a su vez, refuerzan la disminución en la mortalidad infantil, dado que madres mejor educadas y con menos hijos están en mejores condiciones de proteger la salud de cada uno de ellos (así como la suya propia).

Cuando a estos elementos se les suma un sector público eficaz y un rápido crecimiento económico —lo que no ha ocurrido en la generalidad de los países atrasados—, el círculo virtuoso es completo. Sin embargo, apoyándose en Preston, Deaton señala que es muy probable que las enfermedades características de los países pobres estén más directamente ligadas a políticas inadecuadas que a la pobreza en sí misma. Más aún, muestra que, en la práctica, la disminución a largo plazo de la tasa de mortalidad tiene muy poco o nada que ver con la de crecimiento económico a largo plazo de los países. Lo que juega un papel fundamental es la educación y la gobernanza: “…sin una población educada y sin capacidad de gobierno —una estructura administrativa efectiva, núcleos de burócratas educados, un sistema estadístico y un marco legal bien definido y aplicado—, es difícil o imposible que los países suministren un sistema de salud apropiado…”.

En todo caso, las naciones que empezaron primero y que han permanecido a la vanguardia de la innovación por muchas décadas mantienen una ventaja absoluta que se manifiesta en contrastes y desigualdades aún muy grandes, tanto que sigue habiendo muchos países pobres en los que la mortalidad infantil tiene aún un rezago de cerca de 100 años respecto a la de los más avanzados: millones de niños siguen muriendo por enfermedades que podrían ser atendidas con un buen pronóstico si no fuera porque esos infantes “…nacieron en los países equivocados…”. Por otra parte, si bien las naciones se dirigen hacia una convergencia en sus esperanzas de vida —la cual está ocurriendo muy rápido en algunos casos—, las más desarrolladas no han dejado de seguir avanzando en sus logros para reducir la mortalidad de la población, pero ahora en los grupos de edad provecta.

Por construcción, las mismas disminuciones en la tasa de mortalidad de población más vieja tienen menor impacto en la esperanza de vida que cuando ocurren en población infantil o joven, por lo que la tasa de convergencia en esperanza de vida tendería a sobrestimar la convergencia en la salud de la población. Los avances en el combate a las enfermedades cardiovasculares y en el tratamiento a otros males crónico-degenerativos han permitido un incremento sustancial en la esperanza de vida de la población de 50 años y más de edad a partir de mediados de la década de los 60 del siglo pasado.

Por otro lado, a sabiendas de que se mete en camisa de 11 varas, Deaton se atreve a reportar que las ventajas de salud de los países más desarrollados han tenido efectos acumulados que se reflejan en los cuerpos y las capacidades intelectuales promedio de sus habitantes. Nos dice que estudios serios soportan (con metodologías y evidencias sólidas) que las sociedades que enfrentan privaciones en su ingesta de nutrientes por tiempo prolongado tienden a disminuir la estatura promedio de sus pobladores y viceversa. Los europeos no siempre han sido tan altos como lo son ahora: de mediados del siglo XIX a la mitad del XX incrementaron su estatura, en promedio, 1 centímetro cada década; estas condiciones de desarrollo físico menos restrictivas también están asociadas con mayores niveles de inteligencia, en promedio (lo cual no quiere decir, de ninguna manera, que una persona más alta es necesariamente más inteligente que una menos alta, al interior de una población determinada).2 El punto aquí es que la convergencia en estaturas se está moviendo mucho más lento que la de esperanza de vida y, en este sentido, “…si las personas más bajas de estatura en el mundo crecieran a la tasa europea de 1 cm cada década, tomaría 230 años para que la mujer guatemalteca alcanzara a la mujer danesa de la actualidad…”. Así que, en la medida en que hay cada vez más generaciones mejor alimentadas y más sanas, el tamaño promedio de las personas y sus habilidades cognitivas también se seguirán incrementando, si bien las brechas en favor de quienes empezaron primero en su escape de la pobreza y de la muerte prematura tardarán, aun siglos, en cerrarse. De esta manera, el autor nos muestra “…un mundo de diferencia, en el cual la desigualdad es visible incluso en los cuerpos de las personas…”.

Dinero

La calidad de vida comienza por estar vivo y se beneficia de vivir libre de enfermedades durante el mayor tiempo posible. Cómo se viva esa vida también es importante y el ingreso, sin duda, juega un papel en ello. En muchos países del mundo ahora “…la vida no es solo más prolongada, sino también mejor…”. Aquí Deaton insiste nuevamente en que, contrario a lo que sugiere la paradoja de Easterlin,3 un mayor ingreso está, en general, asociado con una mayor evaluación subjetiva de la vida, de manera que los procesos psicológicos de comparación y adaptación relacionados con dicha paradoja en realidad suelen quedar sobrecompensados por las ventajas que da disponer de más bienes y servicios para el mayor goce y disfrute de la vida. Al hablarnos del dinero, Deaton en realidad se refiere al ingreso, al cual aborda desde tres perspectivas: el PIB y su crecimiento, la pobreza y la desigualdad.

Comenzando por el PIB, el autor es enfático en reconocer que se trata de una medida muy limitada de la calidad de vida, dado que ignora aspectos importantes de ésta y cuenta otros que le son ajenos; por decir, no toma en consideración qué tan bien educada o qué tan sana está la gente. Asimismo, señala que en el PIB tendemos a contabilizar las reparaciones, pero ignoramos la destrucción, como ocurre, por ejemplo, con las actividades de remediación de daños al medio ambiente, que suman al PIB, mientras que el daño al medio ambiente, que motiva esas actividades de remediación, no resta al PIB. Este indicador no cuenta al trabajo doméstico no remunerado (fuera del mercado), como el de cuidado de niños o ancianos, pero sí lo considera cuando es remunerado; toma la construcción de cárceles con signo positivo, pero el aumento de la inseguridad (que hace necesario tener más cárceles) no entra con signo negativo; además, cuenta la renta que pagaríamos por habitar en nuestra propia casa, aunque en realidad no haya un desembolso de por medio; mientras que, por otra parte, no es así con el tiempo de ocio, por más disfrutable y gratificante que éste pueda ser. Por su lado, si bien el crecimiento del PIB per cápita responde en el largo plazo principalmente al cambio tecnológico, éste (ya sea de procesos o de productos) suele ser subestimado por parte de los contadores nacionales. Más aún, la medición del PIB y de su crecimiento nos dice muy poco respecto a cómo se distribuye. Con todo, el PIB es un indicador de progreso material de primer orden que, a juicio de Deaton, suma de manera importante al entendimiento del progreso y la calidad de vida de la gente: “…Nadie niega que el crecimiento económico tenga efectos negativos colaterales, pero en términos netos es enormemente beneficioso…”, nos dice.

Cuando el PIB crece de manera insuficiente o no compartida, el resultado puede ser el incremento en la pobreza. Ejemplificando con el caso de EE.UU., el autor muestra cómo las líneas de pobreza absolutas estimadas de manera científica a partir del valor de una canasta de alimentos y el correspondiente complemento no alimentario de ese gasto (al estilo de lo propuesto por Mollie Orchansky en 1963) es, al final, un ejercicio con una alta dosis de arbitrariedad. Muestra, también, por qué esas medidas absolutas son más apropiadas para países con amplias franjas de su población en condiciones de mera subsistencia, por lo que en las economías más desarrolladas es más razonable utilizar medidas relativas de pobreza, dado que, a final de cuentas, el estándar social de referencia se incrementa conforme la sociedad en general progresa hacia estadios de desarrollo más altos. De paso, exhibe la medición oficial de pobreza de EE.UU. no solo por ser absoluta en un país en el que debería ser relativa —dado lo alejado que su sociedad se encuentra en general de un mero nivel de subsistencia biológica—, sino porque, al no haber actualizado su canasta de consumo desde 1963, es una referencia que tiene muy poco que ver con las prácticas y la necesidad de consumo de los norteamericanos menos favorecidos de la actualidad, al tiempo que se ha quedado crecientemente corta respecto al aumento en los estándares de lo que resulta mínimo necesario para que alguien no se considere excluido del avance del progreso material en ese país. El autor muestra que la metodología oficial para medir la pobreza en EE.UU. refleja que ésta no ha disminuido desde que comenzó a medirse, ¡a pesar de que el estándar de referencia no se ha incrementado para atender las mayores necesidades que privan en la actualidad en un periodo de más de 50 años!

Deaton subraya que “…las estadísticas de pobreza son parte de un aparato de Estado diseñado para gobernar, para distribuir el ingreso y para tratar de impedir que la gente caiga en la indigencia frente al infortunio; son parte de la maquinaria de justicia. Su existencia marca la aceptación por parte del estado de la responsabilidad de combatir la pobreza y eliminar sus peores consecuencias…” y sentencia diciendo que “…así como es difícil gobernar sin medición, no hay medición sin política…”.

El ingreso es también relevante desde la perspectiva de la desigualdad. En EE.UU., la percepción promedio de 20% de los hogares con menores ingresos se ha estancado a pesar de que la economía en su conjunto ha crecido, lo cual indica que la desigualdad se ha incrementado, misma que está relacionada con el tamaño y peso político relativo de los distintos grupos de la sociedad (sindicatos, financieros, ancianos, inmigrantes, etc.), tensiones que se dirimen tanto en el marco de los equilibrios de los mercados como en el de los arreglos institucionales (como fijación de salarios mínimos e impuestos). Es, también, el resultado de los ajustes y desajustes entre el desarrollo tecnológico y los aumentos en la escolaridad, en el sentido de lo propuesto por Jan Tinbergen: “…Si la educación de los trabajadores se rezaga respecto de lo que el mercado requiere, el precio de la educación aumentará, los ingresos de los trabajadores más educados aumentarán más y, en consecuencia, la desigualdad aumentará…”.

Así, en periodos de rápido cambio tecnológico, en los que la demanda por nuevas habilidades se incrementa muy rápido, es especialmente factible que la desigualdad de ingresos se incremente. Más aún, quienes se quedan atrás en esta carrera contra la tecnología no solo tienen el riesgo de ganar relativamente menos sino, también, el de perder su trabajo, en especial cuando éste se vuelve irrelevante por estar orientado a generar productos que se han quedado sin demanda o cuando puede ser reemplazado por procesos automáticos o controlados por inteligencia artificial. Esta dinámica se refuerza en el marco de una economía global en la que el trabajo y el capital son altamente móviles, lo que no solo favorece la mayor desigualdad al interior de los países, también la mayor polarización en la distribución del ingreso.

Resulta en especial interesante lo que ocurre en la parte más alta de la distribución. Para el caso de EE.UU., usando cifras de Pickety y Sáez, Deaton muestra que la población con mayores ingresos (1%) redujo su participación en el ingreso total a partir de 1930 y hasta mediados de la década de los 70 del siglo XX, cuando comenzó una recuperación que ha continuado hasta la actualidad, lo cual indica de forma clara que este grupo y los minúsculos en su interior (por ejemplo, 0.5 o 0.1%) han sido los más beneficiados del crecimiento en los últimos años.

Este tipo de análisis fino de la participación de los pocos que se quedan con una parte importante del ingreso total no es algo que, en general, se pueda hacer a partir de encuestas de ingresos de los hogares, dado que la probabilidad de que los hogares ultrarricos caigan en la muestra es ínfima, además de que, si cayeran, sería muy poco probable que aceptaran llenar el cuestionario. Pickety y Saéz salvan este escollo valiéndose de información de registros fiscales, la cual permite dar un mejor seguimiento a dicho grupo de población.

En línea con el pensamiento de Acemoglu, Johnson y Robinson,4 Angus Deaton sostiene que este análisis es particularmente pertinente para monitorear la medida en que el crecimiento se hace menos incluyente y más sesgado hacia el beneficio de una angosta élite con intereses que se separan de los de la generalidad, lo que implica riesgos importantes para la sostenibilidad del crecimiento, así como de inestabilidad política y social, en especial cuando esa élite captura para su beneficio el diseño de las reglas del juego y opera en función exclusiva de sus intereses, “…socavando las instituciones de las que depende un crecimiento de base amplia…”.

“…El rápido crecimiento económico de varios países ha emancipado de la pobreza a cientos de millones de personas…”, nos dice Deaton. Si bien la marea no ha elevado a todos los botes al mismo nivel, los casos de Hong Kong, Taiwán, Singapur, Corea del Sur, Botswana, India y China muestran claramente cómo en el marco de la globalización económica muchos millones de personas (tan solo India y China concentran 40% de la población del mundo) han podido salir de la pobreza en apenas unas cuantas décadas. Nunca antes tanta gente había incrementado sus estándares de vida material tan rápido.

El autor muestra un abierto escepticismo respecto a los alcances de las distintas lecciones que autores e instituciones financieras internacionales han buscado descifrar para derivar recetas que permitan a otros países replicar el éxito de los arriba mencionados. Si bien, en términos de población, los últimos 30 o 40 años han resultado en una disminución de la desigualdad alrededor del mundo, la historia es diferente cuando se hace la cuenta entre países, sin ponderar por su tamaño.

En particular, el autobús del rápido crecimiento al que se han subido India y China ha podido transportar a una parte sustancial de la humanidad hacia estadios de ingresos significativamente superiores. Sin embargo, algunos otros países, como Siria, Afganistán, Djibuti, Sierra Leona, Madagascar, Liberia, República Centroafricana, Guinea, Níger, Haití y Nicaragua —así como varios de los que, en algún momento, estuvieron detrás de la Cortina de Hierro— parecen estar moviéndose en la dirección opuesta, de manera que su ingreso per cápita ha tendido a hacerse más y más pequeño con el paso de los años.

En un mundo en el que el progreso resulta fundamentalmente de la adopción de mejores tecnologías, sería de suponerse que las distancias entre los países ricos y pobres tendería a acortarse, en general, en la medida en que los menos adelantados adoptaran en sus procesos productivos las tecnologías desarrolladas originalmente en las naciones avanzadas. Si copiar las innovaciones es algo que se puede hacer más rápido que el generarlas en primera instancia, entonces lo que cabría esperar es un relativamente mayor crecimiento en las economías más atrasadas que las llevase a converger de manera eventual con el ingreso de las más adelantadas, como cabría esperar desde un modelo de crecimiento como el de Robert Solow. Sin embargo, Angus Deaton nos recuerda que, en el mundo real, las cosas han sido más complejas, con algunos países tendiendo a la convergencia, otros manteniendo su distancia y otros quedándose cada vez más atrás.

El autor sugiere que la incapacidad de muchas naciones para aprovechar la oportunidad que ofrece la asimilación, adopción e incorporación de las tecnologías disponibles en el mundo para tomar una trayectoria de crecimiento económico convergente pudiera estar relacionada con la debilidad de sus instituciones para acoger de manera adecuada esas oportunidades (gobiernos incapaces de servir a los intereses de la población en general y no solo a élites propensas a la corrupción que se oponen a perder sus privilegios, incapacidad de implantar los ajustes a la infraestructura económica del país para facilitar el aterrizaje de las nuevas tecnologías, contar con un sistema de impuestos y uno legal que funcionen, seguridad de derechos de propiedad y tradiciones de confianza, por ejemplo).

Deaton no pierde ocasión para recordarnos que los detalles de la medición son importantes y, en este sentido, nos dice que comparar el PIB o el valor de la línea de pobreza entre países supone el uso de paridades de poder de compra (PPC), las cuales sirven para ajustar por las diferencias en la capacidad de compra de un dólar en diferentes países. Si las naciones solo produjeran y consumieran productos comerciables de manera internacional, un dólar podría comprar básicamente lo mismo en cualquier parte del mundo (pasando por alto los costos de transporte). Sin embargo, dado que tanto el PIB como la canasta de referencia utilizada para medir la pobreza incluyen tanto bienes comerciables como no comerciables, las cosas se tornan más complejas. Ya que los productos no comerciables no participan del arbitraje de los mercados internacionales, en general se tiene que los países más pobres tienen menores precios de sus no comerciables (corte de pelo, consultas médicas, restaurantes, etcétera).

Comparando de forma internacional, un dólar norteamericano puede comprar más productos (en especial servicios) no comerciables en un país pobre que en uno rico. En este sentido, esa moneda (o cualquier otra divisa) compra más productos en unos países que en otros y, por lo tanto, al momento de hacer comparaciones entre naciones de valores que incluyan no comerciables (como el PIB o la línea de pobreza), se hace necesario ajustar con PPC. Sin embargo, el uso de la paridad de poder de compra no está libre de problemas, ya que su valor depende de cuál sea la canasta de referencia que se utilice. Si se comparan países con similar nivel de desarrollo, tales diferencias no serían, en general, importantes; pero cuando se compara el poder adquisitivo entre países con niveles de desarrollo muy diferentes, un dólar podrá comprar más en el país pobre en la medida que la canasta de referencia usada para la comparación se acerque más a la utilizada en la nación pobre y podrá comprar menos a medida que se use una canasta de referencia más cercana a la del país rico; es decir, que el pobre aparecerá con PIB menos bajo y una pobreza menos alta en la medida que la canasta de referencia para el cálculo de la PPC se acerque más a la del país pobre y viceversa. Este problema, nos dice Deaton, no tiene solución y es algo con lo que tenemos que vivir, por más que los especialistas de los organismos internacionales que hacen esos cálculos intenten hacer promedios y balancear canastas.

Con frecuencia hay otro problema a la hora de medir el ingreso. Se trata de que los países suelen tener cifras diferentes para los ingresos de los hogares, dependiendo de si se consulta la información de las cuentas nacionales o la de las encuestas en hogares. Éste es un problema que se presenta en casi todas las naciones. Por lo normal, los ingresos de los hogares reportados por las cuentas nacionales son mayores que los captados en las encuestas y esto es lo que Deaton considera como el caso general, de manera que los sospechosamente extraños (como el de Honduras) en los que las cifras de cuentas nacionales están por debajo de las de la encuesta de ingresos de los hogares no son considerados.

Dentro del caso general, Deaton muestra que cuando los usuarios se ven obligados a elegir entre los valores de los ingresos de los hogares provenientes de las dos fuentes señaladas, la selección está con frecuencia afectada por lo que el o la analista prefiera suponer: si quien hace el análisis da más peso a la consistencia con la que son generadas las cuentas nacionales, entonces se inclinará por usar de preferencia estos valores y no los de la encuesta; por otra parte, si la o el analista considera que un ingreso que no es reportado por los hogares no puede ser utilizado para algo tan delicado como medir cuántos hogares están por arriba o por debajo de la línea de pobreza, entonces se inclinará en favor de usar los ingresos reportados en la encuesta. Huelga decir que esta elección bien puede hacer resonancia de las inclinaciones políticas o prejuicios de los analistas o de quienes eligen adoptar los trabajos desarrollados por distintos analistas.

Deaton no entra en el detalle y las correspondientes complicaciones de las distintas opciones de trabajo técnico que es necesario realizar cuando se considera que las encuestas no reflejan todo el ingreso de los hogares y se decide tomar por bueno el ingreso promedio reportado en las cuentas nacionales. Estos ajustes a cuentas nacionales, en cualquiera de sus variantes, están implícitos en la preferencia por el nivel de ingresos promedio reportado por las cuentas nacionales, ya que esta fuente no reporta datos de distribución del ingreso. La conciliación entre los datos micro de la encuesta y los macro de las cuentas nacionales no es para nada trivial.5

Pero la lista de problemas para medir el ingreso y la pobreza que el autor pone sobre la mesa no termina aquí. No pasa por alto el hecho de que decisiones en apariencia menores en el diseño operativo de las encuestas pueden tener impactos notables en los ingresos resultantes; por ejemplo, es posible que en la medida en que se exija un mayor periodo de recordación de los ingresos/gastos de los hogares se obtengan valores menores que de otra manera. Deaton sugiere que cada encuesta de ese tipo implique la toma de decisiones operativas en una muy amplia variedad de aspectos, cada una de las cuales pudiera tener un impacto en el mayor o menor nivel de ingreso captado de los hogares, la cual se haría evidente cuando se modificara esa decisión. Sin duda, éste es un tema relevante que exige atención no solo de los encargados de generar las encuestas sino también de quienes las utilizan.

Otro problema es el de la sensibilidad de la medición de la pobreza a cambios relativamente pequeños en los umbrales utilizados, en especial cuando el agregador para reportar la pobreza es el conteo de individuos u hogares (en absolutos o porcentajes del total), cuyos ingresos se encuentran por debajo de un umbral predefinido al que se llama línea de pobreza.

Deaton nos invita a no tomar a pie juntillas las estimaciones de pobreza, dada su sensibilidad a pequeñas variaciones en las decisiones metodológicas a partir de las cuales se generan. Nos recuerda que considerar como no en pobreza a quienes se encuentran apenas marginalmente por sobre el umbral de pobreza es algo que carece de sentido práctico. También, nos insiste en que en realidad no conocemos cuál es el valor correcto de línea de pobreza y que, sin embargo, el valor de dicha línea tiene importantes implicaciones de política social. Hablando de la medición de la pobreza, remata diciendo que “…la verdad es que tenemos muy poca idea de lo que estamos haciendo y es un error permitir que cualquier cuestión trascendental dependa de esos números…”. ¡Ouch!

Es importante señalar que al asestar esa frase lapidaria sobre la medición de la pobreza, Deaton no entra en detalles acerca de las alternativas metodológicas que se han diseñado por algunos especialistas para atenuar esas limitantes, como los agregadores de pobreza tipo Foster-Greer-Thorbecke (FGT) 6 1 y 2, que son menos sensibles a cambios en el umbral que el porcentaje de pobres (FGT 0), o el uso de técnicas de dominancia estocástica7 en las que se renuncia al establecimiento de un umbral de pobreza en particular, sino que se consideran amplios intervalos de líneas posibles; ni tampoco entra en detalles sobre la manera en que estas críticas alcanzan a las mediciones de pobreza multidimensional, en particular como la que se usa en México,8 que permite considerar de forma simultánea diversos niveles relativos de privaciones en la población.

Ayuda

Los que escapan primero, nos dice Deaton, dejan detrás de sí la ruta de salida y, si no la cierran a quienes se quedaron atrás, ese camino puede ser utilizado para eventuales escapes posteriores de otros países. Mostrar que salir es posible y dar ejemplos de rutas para escapar de la pobreza y la enfermedad es una ayuda valiosa por sí misma que puede permitir a quienes se van después a hacerlo más rápido, tal como ha ocurrido, por ejemplo, con los tigres del este de Asia (Hong Kong, Corea del Sur, Taiwán y Singapur), los cuales lograron en unas pocas décadas lo que a las naciones occidentales desarrolladas les había tomado siglos.

En un mundo en el que los mercados de capital funcionan de manera más o menos eficiente y en el que los avances tecnológicos están disponibles para ser adaptados, mostrar la ruta de escape es, sin duda, una ayuda relevante; pero, con frecuencia, al interior de los países más desarrollados —los que escaparon primero— se percibe un imperativo moral para apoyar de manera más activa —aportando dinero y otros recursos— en su salida a quienes no han podido hacerlo por sí mismos. La ayuda oficial para el desarrollo (AOD) constituye una industria en sí misma que moviliza recursos de naciones ricas a las pobres; cerca de 80% es bilateral, mientras que el resto se asigna mediante la intermediación de organismos internacionales, como el Banco Mundial y el PNUD.

Resulta sorprendente que, a pesar del discurso de solidaridad humanitaria que suele acompañar a la AOD, Deaton la considere profundamente contraproducente. Su argumento está centrado en cuatro ideas: 1) los países pobres, que tienen un orden institucional apropiado para asignar de manera eficiente los recursos en beneficio del crecimiento económico compartido de sus pobladores, constituyen destinos rentables para la inversión nacional e internacional y, por lo tanto, no requieren de ayuda para crecer; 2) las naciones pobres que carecen de ese orden institucional no están en condiciones de crecer con ayuda ni sin ayuda, pues el orden político imperante impide la asignación eficiente de los recursos; 3) la ayuda que se entrega a países institucionalmente débiles con regímenes autoritarios que no están interesados de manera genuina en el bienestar de su población sirve, en general, para perpetuar esa debilidad institucional al ayudar al sostenimiento de gobiernos corruptos y debilitar los procesos políticos locales que permitan a las mayorías imponer sus intereses sobre los de las cleptocracias que les gobiernan; y 4) quienes ayudan están con frecuencia más interesados en atender su propia necesidad de apoyar que en las consecuencias de la ayuda para sus beneficiarios, además de que frecuentemente detrás de la ayuda se esconden intereses políticos, comerciales y geoestratégicos (como cerrar el avance del comunismo en tiempos de guerra fría o favorecer votaciones o alineaciones en cierto sentido en los foros internacionales), además de que las burocracias dedicadas a la ayuda dependen para su supervivencia de que ésta siga fluyendo, aun si ello significa aceptar acuerdos inconfesables con regímenes opresivos y corruptos.

En este sentido, mientras los gobiernos no estén obligados a rendir cuentas a sus propias sociedades por los recursos que utilizan en su nombre, los incentivos para usar la ayuda externa para el beneficio de la población, y no solo de las élites en el poder, son mínimos. A su vez, la rendición de cuentas es más obligada si el gobierno se financia de la recaudación de impuestos de sus ciudadanos que si lo hace de organismos internacionales, organizaciones no gubernamentales o gobiernos extranjeros, cuyos intereses suelen no estar alineados con los de las poblaciones de los países que reciben la ayuda. Al responder al imperativo moral de ayudar, quienes dan apoyo desde las naciones ricas pueden estar haciendo las cosas peores de como estaban, ante lo cual Deaton señala, con toda claridad, que un valor superior al imperativo moral de ayudar es el de no hacer daño “…especialmente a las personas que ya están en una gran dificultad…” y sostiene que en el agregado la ayuda, al menos como se da en la actualidad, hace más mal que bien.

En general, la AOD se asocia con un menor crecimiento económico de los países beneficiados y no con uno mayor. Sin descartar las ventajas sociales de proyectos específicos que salvan vidas y atienden a necesidades urgentes de la población con políticas de vacunación, acceso a agua potable, vivienda, hospitales, escuelas y presas, Deaton considera que los efectos generales netos de la ayuda no dejan de ser negativos en la medida en que subvierten el desarrollo endógeno de los arreglos institucionales necesarios para que los países puedan encaminarse por sí mismos y de manera sostenida en la ruta de su escape de la pobreza, de la mala salud y de las muertes por causas prevenibles.

El autor es, también, escéptico respecto a la posibilidad de que la evaluación de proyectos y programas de ayuda permita revertir el sentido general del efecto de éstos, dado que: 1) dicha evaluación, en el mejor de los casos, puede decirnos algo acerca de la efectividad de los proyectos/programas en específico, pero nos dice muy poco sobre la contribución de cada uno de éstos al progreso en el agregado de la sociedad, pues suele enfrentar serios problemas para asignar la atribución de cada programa en el crecimiento económico en general de un país y 2) los componentes idiosincráticos de los proyectos hacen poco probable que una experiencia exitosa en un cierto contexto pueda ser también exitosa en otro.

El hecho de que Deaton esté en contra de la ayuda internacional tal como se da ahora, no significa que sea pesimista respecto a cualquier forma de apoyo internacional para el desarrollo. De hecho, subraya que la AOD juega un papel bastante menor en el conjunto de los incentivos al desarrollo que se generan desde los países avanzados; por ejemplo, la inversión privada “…que sucede frecuentemente de manera más presta y con menos alboroto burocrático que las gestiones del Banco Mundial…”, las ganancias derivadas del comercio internacional bajo principios de equidad, las remesas privadas que desde las naciones ricas envían los trabajadores migrantes a sus familiares en sus países de origen, así como la ciencia básica y sus aplicaciones que, aunque desarrolladas en los países centrales, ofrecen a los países pobres la posibilidad de adoptarlas para saltarse etapas y acelerar el acercamiento con los punteros.


Además de estas fuerzas no intencionadas, pero eficientes para la promoción del desarrollo, es posible concertar otros esfuerzos que no impliquen enviar dinero a las naciones a las que se quiere beneficiar; ellos incluyen:

  1. Alterar los incentivos de las compañías farmacéuticas para que desarrollen soluciones a problemas de salud específicos de los países pobres, como crear fondos que paguen a las compañías por el beneficio a la salud que generen mediante la oferta de nuevos y viejos fármacos en las naciones pobres, o los “…compromisos anticipados de mercado…” en los que se garantizan pagar a las compañías farmacéuticas por la futura generación de medicinas con características claramente especificadas, pero que hoy no existen, a precios especificados de forma previa.
  2. Que los organismos con alto capital humano, como el Banco Mundial, den asesorías sobre experiencias con programas específicos en lugar de ayuda para implementar los programas.
  3. Apoyar a los países pobres en negociaciones internacionales, en especial de comercio.
  4. Desincentivar la existencia de regímenes “…que no están interesados en alentar el bienestar de su gente…” con sanciones, como la interrupción a los flujos de crédito o a la compra de productos de exportación que generan rentas directas para esos gobiernos (como suele ser el caso con los productos mineros y petroleros).
  5. Reducir las restricciones al comercio internacional y los subsidios a los productores agrícolas de los países centrales.
  6. Disminuir las restricciones a la migración internacional y promover programas de migración temporal que permiten enviar remesas que empoderan a los hogares receptores en las naciones de origen de la migración.
  7. Si no fuera mucho pedir, promover “…que la globalización trabaje para las personas pobres, no en contra de ellas…”.

Lo que sigue

Sin duda, Deaton atinó con gran precisión en la selección del nombre de su libro y, en particular, en la alegoría que representa la trama de la película homónima. Ello sirve, incluso, para apuntalar los mensajes finales, en los que el autor nos recuerda que, si bien el mundo ha podido avanzar de manera acelerada en su gran escape de la pobreza y de la enfermedad, no existe garantía de que las cosas vayan a evolucionar en la dirección del progreso en los años por venir. Virgil Hilts, el personaje interpretado por Steve McQueen en El gran escape es, al final, recapturado por los nazis; del grupo que participó con él en la fuga, muchos mueren o regresan a su cautiverio. La historia es de un esfuerzo encomiable y valeroso, pero el final no es feliz. El gran escape que nos narra Deaton tiene también sus riesgos, entre los que podemos considerar:

  • El deterioro del medio ambiente, en general, y el cambio climático, en particular, nos remiten a los recuentos hechos por Jared Diamond sobre sociedades que han colapsado.9
  • El freno deliberado al cambio tecnológico por parte de las élites que se pudieran sentir amenazadas por los efectos para ellos indeseados de la destrucción creativa que está detrás del cambio tecnológico que da sostenibilidad a largo plazo al crecimiento económico; tal como ocurrió, por ejemplo, con el desmantelamiento del poderío naval chino en el siglo XV, que condujo a ese país a un declive del que solo ha comenzado a reponerse hasta muy recientemente.
  • La ciencia, pilar del cambio tecnológico, está bajo ataque por parte de diversos fundamentalismos religiosos, cuyos intereses llegan también a confundirse con los de las élites conservadoras opuestas al cambio del estado de las cosas.
  • Las guerras que, si bien han venido a la baja, hoy tienen un potencial destructivo sin precedentes.
  • Las políticas tóxicas que pueden continuar apartando a amplios conjuntos de la población de las oportunidades del progreso o de plano matando a millones de personas, como ha ocurrido, por ejemplo, mediante la opresión sistemática de Mobutu Sese Seko en Zaire o con la hambruna inducida por políticas económicas equivocadas durante el gobierno de Mao Tse Tung en China.
  • Las epidemias —en especial ante la posible aparición de enfermedades hoy desconocidas— son una amenaza latente para la humanidad altamente interconectada del mundo globalizado de hoy.
  • La desigualdad extrema, que destruye la base social y el fundamento democrático del progreso humano en general.
  • El crecimiento lento que exacerba el conflicto distributivo, “…porque la única forma para que uno avance es a expensas de otro…”.

Sin embargo, las actuales generaciones no comienzan desde cero. “…El progreso social es acumulativo…”, dice Deaton, y hoy contamos con conocimientos y experiencias que nos ayudan a sortear los riesgos y nos permiten continuar en el escape. Millones y millones de personas en muchos países tienen ahora acceso a condiciones de vida material impensables hace 50 o 100 años; gente que en otros tiempos habría muerto en los primeros años de su vida, ahora llega a vieja, de manera que la misma muerte ha envejecido. La democracia ha ganado muchos espacios alrededor del mundo y hay cada vez más gobiernos que se preocupan por entregar buenas cuentas a sus gobernados. Pese a lo que se insiste desde diversos medios de comunicación, el mundo es hoy un lugar menos violento que en el pasado. “…La ciencia funciona realmente…” y en los últimos años han ocurrido revoluciones tecnológicas que han tenido impactos enormes en la calidad de vida de amplios sectores de la población mundial. “…El hecho de que motivos de satisfacción apenas sean considerados en las estadísticas de crecimiento nos dice algo acerca de lo inadecuado de las estadísticas, no de lo inadecuado de la tecnología o de los disfrutes que trae consigo…”.

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1 Esta métrica valora el bienestar subjetivo de los entrevistados en una escala del 0 al 10 a partir de la representación de una escalera con 11 peldaños en la que el más bajo hace referencia a la peor vida posible y el más alto, a la mejor vida posible. A partir de este conjunto de opciones, se pide al entrevistado o entrevistada que seleccione el peldaño que mejor represente la valoración que él o ella hace de su vida. Para mayor detalle, ver Cantril, H. The pattern of human concerns. New Brunswick: Rutgers University Press, 1965. Una explicación especialmente sencilla se encuentra en: http://news.gallup.com/poll/122453/understanding-gallup-uses-cantril-scale.aspx

2 Como dato curioso, el propio Deaton es un individuo muy alto.

3 Easterlin, Richard A. “Does Economic Growth Improve the Human Lot?”, en: Paul A. David, and Melvin W. Reder, eds. Nations and Households in Economic Growth: Essays in Honor of Moses Abramovitz. New York, Academic Press, Inc., 1974.

4 Acemoglu, Johnson, and Robinson. “The colonial origins of comparative development”, en: American Economic Review 91, 2001, pp. 1369-1401.

5 Leyva, Gerardo. El ajuste del ingreso de la ENIGH con la Contabilidad Nacional y la medición de la pobreza en México. Serie: Documentos de Investigación No. 19. México, SEDESOL, 2004. Ver también Bustos, Alfredo y Gerardo Leyva. “Towards a More Realistic Estimate of the Income Distribution in Mexico”, en: Latin American Policy, 8(1), 2017, pp. 114-126.

6 Foster, J., J. Greer y E. Thorbecke. “A class of decomposable poverty measures”, en: Econometrica 52, 1984, pp. 761-776.

7 http://documents.worldbank.org/curated/en/290531468766493135/pdf/multi-page. pdf

8 Ver en http://www.inegi.org.mx/2011/01/10/metodologia-para-la-medicion-multidimensional-de-la-pobreza-en-mexico/

9 Diamond, Jared. Collapse: How Societies Choose to Fail or Succeed. 2005. ISBN 0-14-303655-6.

Gerardo Leyva Parra

Autor

De nacionalidad mexicana. Es licenciado en Economía por la UAA, tiene una maestría en la misma disciplina por el Instituto Tecnológico Autónomo de México (ITAM) y otra en Ciencia Regional por la Cornell University, donde también obtuvo el Doctorado con Especialización en Crecimiento y Desarrollo Económicos; además, cuenta con el Diplomado en Psicología Positiva por la Universidad Iberoamericana. En el ámbito laboral, ha impartido cursos de Teoría Económica en varias universidades y tiene 22 años de experiencia profesional en el INEGI, donde ha sido analista, asesor de tres presidentes, director de Censos Económicos, director general adjunto de Estadísticas Económicas y, a partir del 2009, director general adjunto de Investigación. Fue integrante del Grupo de Expertos en Medición de la Pobreza de la ONU (conocido como Grupo de Río) y del Comité Técnico para la Medición de la Pobreza en México. Es miembro de los comités de Estudios Económicos del Instituto Mexicano de Ejecutivos de Finanzas (IMEF), del indicador IMEF del Entorno Económico Empresarial y del de Coyuntura de la Asociación Nacional de Tiendas de Autoservicio y Departamentales (ANTAD), así como del Consejo Asesor Técnico del Centro de Estudios Económicos del Sector Privado (CEESP). Participa en los consejos editoriales de las revistas Políticas Públicas de la Escuela de Graduados en Administración Pública y Política Pública (EGAP), Coyuntura Demográfica de la Sociedad Mexicana de Demografía (SOMEDE) e Investigación Económica de la UNAM, y es editor técnico de Realidad, Datos y Espacio Revista Internacional de Estadística y Geografía del INEGI.


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