Reformar la educación: ¿misión imposible? Los consejos y experiencias de los líderes educativos

Reforming Education: Impossible Mission?
Sharing Advises and Experiences from Educational Leaders

Reimers, Fernando M. Letters to a New Minister of Education. Learning to Lead Education Systems. Cambridge, MA, Independently Published, 2019, 203 pp.

Reseña

Otto Granados Roldán*

* Organización de Estados Iberoamericanos para la Educación, la Ciencia y la Cultura y Universidad de Harvard, otto.granados@oei.es

                                                                                                                                                  

PDF - Vol. 11, Núm. 3   EPUB                                                                                                                       

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Probablemente, desde la década de los 90 del siglo pasado, en buena parte del mundo (en especial en los países emergentes) se han emprendido reformas educativas con diversos diseños, alcances y perfiles, pero la mayor parte ha sido con el objetivo común de querer mejorar la calidad de la educación que se provee a niños y jóvenes, prepararlos para competir mejor y elevar los niveles de equidad e inclusión. Desde el punto de vista teórico, la formulación e instrumentación de las políticas adecuadas que produzcan ese resultado parece no tener mayor controversia —en la medida de que se trata de un bien público compartido—, se cuenta con mayor información y evidencia de lo que sí funciona y de lo que no, la investigación especializada es creciente y los padres de familia, aun con reacciones ambiguas, asumen que la educación es buena para la vida de sus hijos.

Sin embargo, sobre todo en América Latina y el Caribe, los avances para lograr una educación de calidad —medidos a través de las distintas evaluaciones internacionales, del impacto real sobre las tasas de crecimiento económico o del incremento de la innovación y la productividad— han sido escasos, lentos y, en ciertos países, lo suficientemente decepcionantes como para llegar a la hipótesis de que la educación es irreformable. Pero, ¿lo es en realidad? Veamos.

Con el cambio de siglo empezaron a publicarse distintos estudios que pretendían explicar las condiciones que hacen posible o dificultan hacer reformas educativas de gran calado. Destacan, por ejemplo, los trabajos de Javier Corrales (Aspectos políticos en la implementación de las reformas educativas, Santiago de Chile, PREAL, 1999), Robert R. Kaufman y Joan M. Nelson (Crucial Needs, Weak Incentives. Social Sector Reform, Democratization and Globalization in Latin America, Baltimore/Washington, D. C., Johns Hopkins University Press/Woodrow Wilson Center Press, 2004), Merilee S. Grindle (Despite the Odds: The Contentious Politics of Education Reform, Princeton University Press, 2004), Michael Barber y Mona Mourshed (How the World’s Best-Performing School Systems Come Out On Top, McKinsey & Co., 2007) y M. Mourshed, Ch. Chijioke y M. Barber (How the world’s most improved school systems keep getting better, McKinsey and Co., 2010), quienes, desde una perspectiva internacional comparada, identificaron una serie de variables que influyen en la instrumentación de las políticas y las reformas educativas.

En términos generales, ese esfuerzo analítico mostró que, normalmente, existen dos tipos de reformas. Uno es el llamado de acceso o de primera generación, las cuales son las que emprenden los países de desarrollo muy incipiente y van, en esencia, dirigidas a responder a demandas de cobertura: satisfacen necesidades básicas de escolarización; su ejecución depende de una buena distribución de insumos y bastan presupuestos adecuados y una organización eficiente; tienen una visibilidad positiva, concreta y rápida; se reproducen a sí mismas; crean anticuerpos eficientes; y, con el tiempo, generan incentivos inerciales. El segundo, más propias en naciones de desarrollo medio, son las de carácter sistémico y estructural y van orientadas, sobre todo, a la calidad: introducen cambios relevantes en ecosistemas complejos habituados a la estabilidad y con roles asignados para los diversos agentes; por lo normal, alteran —y de allí deriva su complejidad— los arreglos políticos, económicos e institucionales ensamblados por largo tiempo; afectan intereses creados de todo tipo; y generan desafíos de sinergia y coordinación entre agencias públicas y lógicas encontradas, así como tensiones y conflictos a corto plazo y resultados a largo plazo. En el balance, estas últimas son muy difíciles de instrumentar desde el punto de vista técnico, político, institucional y administrativo; pero, no obstante, se estima que entre 1977 y el 2000 se hicieron, al menos, 50 modificaciones de ese tipo en unos 30 países, sin contar algunas a nivel subnacional.

¿Cuáles fueron sus resultados? Por un lado, las reformas de primera generación (aunque con variaciones de país a país) arrojaron algunos logros importantes en cobertura. Por ejemplo, en América Latina, hasta finales del siglo pasado, se redujeron los niveles de analfabetismo de manera significativa, comparados con los de otras regiones, con excepción de Asia Oriental; las tasas netas de matrícula en educación básica fueron relativamente altas (aun cuando Brasil, República Dominicana, El Salvador y Nicaragua todavía permanecían muy a la zaga de otras naciones como Chile, Colombia, Costa Rica, Cuba y México) y los sistemas funcionaron de forma razonable para hacer más accesible el servicio educativo. Sin embargo, el historial del subcontinente en cuanto a educación de calidad fue menos impresionante. Las tasas de repetición eran —y en algunos casos siguen siendo— muy altas y más todavía en los sectores rurales de la región; a comienzos de la década de los 90, un niño latinoamericano permanecía en la escuela por espacio de siete años (hoy son nueve), aunque el verdadero nivel de escolarización alcanzado llegaba apenas al cuarto grado de educación básica; las pruebas nacionales e internacionales mostraban un bajo nivel de logro académico, así como una mala calidad de la educación entregada, y los pobres tenían menos probabilidad que los ricos de concluir la educación primaria y secundaria.

Al analizar las razones que explican este recorrido, la mayor parte de la literatura académica encontró que el destino de las reformas ejecutadas en esas dos décadas dependió, en muy buena medida, de siete factores: 1) la naturaleza del régimen político de cada país; 2) el hecho de que toda reforma estructural arroja costos y perdedores en sectores muy concentrados (sindicatos, por ejemplo) y, en cambio, la percepción de los beneficios es difusa, dispersa y gradual entre la población abierta; 3) los presidentes muestran un compromiso escaso y volátil con las reformas, sobre todo si les dan demasiados problemas o surgen otras prioridades; 4) el empuje ciudadano en un sentido real (no el de las élites académicas) es bajo; 5) los conflictos con los grupos afectados por las reformas pueden derivar en un poder de veto que las nulifica; 6) los logros de las reformas, a nivel nacional, solo se concretan y miden a mediano y largo plazos; y 7) los cambios de gobierno y la alta inestabilidad en el liderazgo de los ministerios o secretarías de Educación interrumpen la necesaria continuidad de las reformas.

Con esa perspectiva, Fernando M. Reimers, profesor de la Práctica en Educación Internacional en la Ford Foundation y director del Programa de Política Educativa Internacional en la Escuela de Graduados en Educación de Harvard, reunió a un grupo de 21 especialistas que han sido (o lo son, a la fecha) secretarios de Educación, viceministros o funcionarios de alto nivel en 15 países de todos los continentes para que contribuyeran con una reflexión sobre su paso por los ministerios liderando reformas educativas ambiciosas y compartieran su experiencia viva pensando en quienes podrían ocupar esa misma responsabilidad ahora o en el futuro.

Su libro, que va en su segunda edición y fue originalmente publicado en inglés (Letters to a New Minister of Education. Learning to Lead Education Systems), se ha traducido al español, portugués y árabe, y es un ejercicio que tiene como propósito (no planteado de manera explícita, pero subyacente a lo largo de todas sus páginas) abordar la frecuente tensión que existe entre policy y politics o, en otras palabras, discutir cómo el diseño, la formulación y la ejecución de las políticas y las reformas educativas —es decir, el ser— pueden chocar con frecuencia con el mundo ideal del deber ser, y cómo evitar quedarse atrapado, desde el liderazgo de un ministerio de Educación, en ese aparente callejón sin salida para hacer viable un conjunto ambicioso de cambios que permitan conducir a una educación de calidad.

Como dice Reimers en la introducción: “… lo primero que un ministro entrante ha de hacer para «dar sentido» al desorden existente será «dar sentido» a su trabajo y a los recursos de que dispone para hacerlo. Para «dar sentido al desorden», primero hay que convertir los distintos desafíos relacionados entre sí en una serie de problemas organizados y priorizados y, posteriormente, en una estrategia sobre la que se pueda actuar [… y] cómo influir en esos factores políticos y organizativos. Sin duda alguna, para «dar sentido al desorden», es útil hablar con el mayor número posible de personas bien informadas…”. Esa fue, justo, la idea de este libro.

Una primera lección que arrojan las reflexiones es que no hay lecciones preconcebidas ni recetas únicas o válidas para todos, sino que las características de las reformas están muy asociadas, en cada país, con el tipo de régimen político, la cultura cívica, el nivel de desarrollo, el grado de institucionalidad y la madurez de la sociedad civil, entre otros aspectos. Por ejemplo, las cartas referidas a los casos de Colombia, México o Perú son reveladoras de algunas de las limitaciones observadas en las reformas que la región hizo en la década de los 90, es decir, la poderosa influencia de la política partidista o, dicho de otra forma, la dificultad de lograr avances en contextos democráticos de mediano desarrollo, sistemas institucionales frágiles y ciudadanías de baja intensidad en el sentido en el que las define Guillermo O´Donnell, lo que, en buena medida, impide que la educación sea vista como una política de Estado, esto es, una que supone asegurar una planeación y ejecución de largo plazo de forma razonable, independiente de los reemplazos abruptos de partidos y gobiernos. “Comencé a ver con preocupación —comparte Luis García de Brigard, que fue viceministro en Colombia— que parte de nuestras reformas más emblemáticas estaban perdiendo su rumbo o los nuevos gobiernos las suspendían por completo […] El vacío no tardó en llenarlo el cinismo: el juego político sucio, la burocracia, la incompetencia y la corrupción se tornaron en excusas fáciles para racionalizar el fracaso del sistema y mi decisión de abandonarlo…”. En cambio, como se advierte en los textos de Australia o Japón, las reflexiones van mucho más en la dirección de cómo hacer los cambios de sustancia, es decir, el modelo curricular, la evaluación de los docentes, la preparación para el futuro o el dinero requerido, todas ellas cuestiones pertinentes en un ambiente público estable y predecible como el de ambos países.

Un segundo rasgo del libro es que sugiere que, en todas partes, ser secretario o ministro de Educación es un oficio de equilibrista: se avanza poco, despacio, en la cuerda floja, sin red de protección y nunca sabe si se camina, decía Alfred de Musset, sobre cenizas o semillas. Por ejemplo, entre 1988 y 1993 hubo nueve ministros en Perú; seis en Brasil; cinco en Colombia y Venezuela; cuatro en Chile; y tres en Argentina, España y México, en cada uno; del 2000 al 2014, en Francia hubo ocho y  en Japón, 12. En tiempos más recientes, la estabilidad no ha cambiado mucho en nuestro continente: entre el 2000 y 2015, el periodo promedio de duración de un responsable educativo en América Latina y el Caribe fue de dos años y un mes;[1] y entre el 2019 y septiembre del 2020, Brasil ha tenido cinco ministros de Educación; en la región aparecen solo tres excepciones: una ministra en Colombia que duró ocho años; la actual de Nicaragua, que ha permanecido a la fecha 10 años en la posición; y el de Bolivia, que estuvo 11 años en el cargo hasta la caída de Evo Morales. Por lo tanto, en las reflexiones que podría compartir cualquiera que ha estado por años en la función pública (ya sea desde la política o desde la Academia asesorando a policy makers) con quienes le suceden en un cargo tan relevante como ser ministro, siempre hay una mezcla —confusa de manera inevitable— de logros qué defender, experiencias vividas, aprendizajes valiosos, lecciones aprendidas y, desde luego, frustraciones y desencantos.

Una tercera consideración de los trabajos, clave para comprender el aspecto político de la ejecución de las reformas, es que la evolución de los sistemas educativos nacionales y, por consecuencia, sus avances y retrocesos, se encuentra determinada y condicionada por sus sistemas de gobernanza, la economía política, la forma en la que está estructurada la gestión pública y por esa percepción, un poco binaria por las circunstancias propias de cada país, de que el terreno es muy propicio, hay grandes oportunidades y está todo por hacerse, o bien de que el sistema educativo está tan mal, tan corrompido o tan esclerótico que es casi imposible reformarlo y progresar, y entonces hay que moverse en medio de esa lógica contradictoria y, a veces, extrema. Aquí destaca una de las interrogantes que el libro sugiere, en virtud de que las reformas estructurales normalmente conllevan cierto grado de conflicto: ¿son menos complejas de forma operativa en regímenes menos democráticos? Hay algunos países incluidos en las Cartas… cuyos casos califican, en el Democracy Index 2019 del semanario The Economist, como plenamente democráticos (Australia y Portugal); otros tienen democracias defectuosas (Singapur, Polonia, India, México, Perú, Colombia, Sudáfrica y Ghana), regímenes híbridos (Liberia) o, de plano, autoritarios (Rusia y Yemen), y todos ellos, en mayor o menor medida, parecen haber alcanzado algunos logros educativos. Visto de otra forma, ¿estos ejemplos hacen suponer que los progresos son viables con independencia del régimen político? La respuesta más clara es que no hay un denominador común y se tiene que estudiar cada caso por separado.

Por otro lado, a pesar de las diferencias en las meditaciones de cada líder, muchos de los problemas y retos que describen —más de los que uno puede imaginarse— son muy similares (comunicación insuficiente, resistencias a las evaluaciones de los docentes, demandas salariales exageradas y sistemáticas, limitaciones presupuestales, diferencias políticas dentro de los gobiernos, etc.) y, por lo tanto, el ejercicio de diseñar y formular políticas eficaces a partir de otras experiencias y prácticas en sistemas en apariencia tan distintos arroja pistas e ideas para mejorar las propias.

Una cuarta conclusión, muy evidente sobre todo en los testimonios de los líderes de cuatro nuevos países incluidos en la segunda edición del libro (Ghana, Liberia, Sudáfrica y Yemen, que vienen de una situación de muy bajo desarrollo o de guerras civiles) es que ejemplifican muy bien las menores complicaciones cuando se trata de reformas de acceso y, en buena medida, ofrecen lecciones para algunos países de Centroamérica y el Caribe. En su carta, el actual ministro de Educación de Ghana parte de una lógica impecable: “Un hospital no continuaría existiendo si el 70 % de sus pacientes muriesen. Se convertiría rápidamente en un edificio vacío si los pacientes decidieran buscar tratamiento en otro lugar, porque los organismos reguladores harían todo lo posible para cerrarlo. ¿Por qué entonces una escuela, un distrito, una región y un país continúan tolerando malos resultados de aprendizaje sin hacer las preguntas necesarias cuando nuestro sistema escolar falla constantemente a aproximadamente el 70 % de nuestros estudiantes?”. A partir de allí, este ministro (que es un outsider en el ámbito educativo de su país porque venía de la medicina y la salud pública) relata que se enfocó en una agenda que es de sentido común: desarrollo curricular, evaluaciones, materiales didácticos modernos, una política integral para la carrera docente, buen liderazgo escolar y “… una gestión adecuada que inspire esperanza entre los estudiantes…”. En suma, nada nuevo pero que, en su simplicidad, constituye un mapa de navegación viable y eficaz.

Un quinto aspecto subyacente en varios textos (Colombia, México y Ghana) es estrictamente político. Por un lado, un ministro de Educación no es un funcionario poderoso como lo son, por ejemplo, quienes manejan el presupuesto o la seguridad, o bien los consejeros áulicos del presidente en turno. Su poder es vicario; su utilidad, desechable y, en el mejor de los casos, su fuerza deriva, si acaso, de que por momentos gane cierta autoridad moral y, eventualmente, política. Y nada más. Así que, a diferencia de los mercados económicos o financieros, donde es normal que la inversión se use de manera cuidadosa para que crezca y las personas promedio tienden a mostrar una prudente aversión al riesgo, en política es al contrario: se debe usar el capital de que se dispone al principio de la gestión, que tal vez sea alto, para tomar decisiones difíciles e impopulares, pero que son las más eficaces con frecuencia; desde luego, hay otro camino: tomar decisiones populares, pero que son, por lo general, malas para todo efecto práctico.

La razón es simple: el poder, normalmente muy relativo en el caso de un ministro de Educación, desgasta rápido y las circunstancias son siempre inciertas y cambiantes. De las docenas de reformas educativas de todo tipo que se han instrumentado en los últimos 50 años en numerosos países, son muy raras aquellas que no han provocado tensiones y conflictos porque, sencillamente, casi todas tocan intereses creados (en ocasiones, muy corruptos) de sindicatos, burocracias, partidos, legisladores y organizaciones civiles. Es más, reformas sin conflicto, no son reformas de fondo. Y por otro lado, como lo identifican bien varios ministros o exministros, hay ciclos políticos inevitables en los gobiernos y de ello depende la mayor o menor fortaleza para impulsar reformas. Esto quiere decir, aunque haya una íntima renuencia a aceptarlo, que para ser un buen ministro de Educación es mejor no tener muchas aspiraciones políticas personales. Descartarlas puede dar una ventaja para que los compañeros de gabinete no lo vean como competidor o enemigo, sino como su colega y, por lo tanto, apoyen su labor. Casi todos los testimonios coinciden en que hay dos personas que deben fungir como aliados clave: uno es el presidente o primer ministro y el otro, el ministro de Finanzas o de Hacienda. Para ambos, el de Educación es la cuarta o quinta prioridad; para este, en cambio, son sus aliados más importantes.

Una sexta experiencia (y todos los textos coinciden) es que lo ideal es una reforma que concite el más alto nivel de apoyo ciudadano que sea posible, porque no solo permite amortiguar los conflictos eventuales, sino que también ayuda a abrir puertas políticas, mediáticas y presupuestales si los interlocutores respectivos ven que el ministro cuenta con una base de apoyo relevante. Alcanzar ese objetivo, sin embargo, es muy difícil en la realidad de las sociedades abiertas y complejas. Me explico: los sistemas educativos de países emergentes —o, mejor dicho, las estructuras políticas, burocráticas o sindicales que los dominan— son, por definición, muy conservadoras. Están acostumbradas al statu quo, a vivir dentro de un ecosistema muy predecible de donde medran —en ocasiones de manera escandalosa— con la carrera de los docentes, la administración de las escuelas y los presupuestos públicos, entre otras situaciones. No es comprobable que los maestros estén indefensos y dependan de la buena voluntad de los gobiernos para poder progresar en su desarrollo profesional. Al inicio de cada gobierno, suelen elaborar un discurso y una narrativa que ilustre los presuntos sacrificios de la profesión docente para fortalecer su posición a la hora de negociar mil y un aspectos con los ministerios, buena parte de ellos imposibles de satisfacer. Por lo tanto, el desafío del ministro es articular coaliciones políticas, mediáticas y civiles que asuman que, si se trata de hacer cambios de fondo, lo que menos importa es la estabilidad a corto plazo y que vale la pena apoyar la transformación, aunque cause problemas durante el proceso de instrumentación. Al contrario, si las reformas sacuden el avispero significa que van en la dirección correcta: se trata de crear incentivos correctos para que la ciudadanía apoye, a pesar de lo complejo de una reforma.

Para finalizar, todas las cartas tienen un toque —a ratos psicoanalítico— tanto de entusiasmo como de modestia en cuanto a los progresos registrados en las muy variadas experiencias de cada autor que, en el fondo, se convierte en un consejo práctico de la mayor importancia: se debe ser honesto con el público desde un principio; si lo que se quiere es que, al final de la gestión, la mejora educativa sea visible en los logros de aprendizaje y las evaluaciones, así como en la movilidad social y económica o, sencillamente, generar la percepción, más o menos medible en los sondeos, de que las cosas algo avanzan, hay que poner en su justa dimensión lo que en verdad se puede alcanzar en unos años. Es cierto que las victorias tempranas son muy útiles, como asegura la exministra Cecilia Vélez de Colombia, pero es necesario estar conscientes de que construir un sistema educativo de excelencia y, eventualmente, uno de los mejores del mundo, toma muchos años y varios gobiernos. Prometer lo contrario por razones de corto plazo es un engaño a la sociedad y, peor aún, a uno mismo.

Letters to a New Minister of Education… es un conjunto de lecciones aprendidas pero, sobre todo, un llamado al optimismo en la medida en la que los autores comparten la convicción de que, pese a las resistencias, ofrecer una educación de alta calidad para los niños y jóvenes es, al mismo tiempo, un compromiso moral superior, un bien público que bajo ninguna circunstancia debe ser negociable en el mercadeo político y una condición sine qua non para que los países crezcan, sean más competitivos y alcancen niveles altos de equidad y calidad de vida.

[1] Comisión para la Educación de Calidad para Todos. Construyendo una educación de calidad: un pacto con el futuro de América Latina. Buenos Aires, Inter American Dialogue/Fundación Santillana, 2016.

Otto Granados Roldán

Autor

De nacionalidad mexicana. Es licenciado en Derecho por la UNAM y cuenta con estudios de maestría en Ciencia Política por El COLMEX. Fue gobernador del estado de Aguascalientes, embajador de México en Chile y secretario de Educación Pública, entre otros encargos. Actualmente, es presidente del Consejo Asesor de la Organización de Estados Iberoamericanos para la Educación, la Ciencia y la Cultura (OEI) y miembro del Chen Yidan Visiting Global Fellows Program en la Escuela de Graduados en Educación de la Universidad de Harvard.


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