Reseña: ¿Por qué crece la información?
Why Information Grows?
Hidalgo, César. Why Information Grows:
the Evolution of Order, From Atoms to Economies.
New York, Basic Books, 2015.
Reseña
Rodrigo Negrete Prieto
Investigador adscrito al Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI). Los contenidos de esta reseña reflejan una posición personal del autor y, por ende, no deben interpretarse como una postura oficial del Instituto.
Vol.7 Núm.2 Reseña: ¿Por qué crece la información?
“No hay mal que por bien no venga”, solemos decirnos, y es que los dichos y consejas nos resultan irresistibles por encerrar una codificación de una experiencia a lo largo de las generaciones difícil de refutar. Con todo y los trastornos ocasionados por la crisis económica global del 2008 y sus secuelas en distintos planos (sociales y políticos), no le vino mal al pensamiento económico contemporáneo sacarlo de sus falsas certezas, su arrogancia y solipsismo o negación de otros saberes —dentro o fuera de las disciplinas sociales— tan sólo por ser extraños a sus criterios axiomáticos, obedientes estos últimos más a una elegancia formal y a una agenda ideológica que a una realidad, como lo mostró la misma crisis. En ese tenor, Picketty, por ejemplo, vuelve a introducir la perspectiva histórica y pondera el viejo saber de la economía política, a la par que valora lo que la literatura decimonónica podría iluminarnos respecto a la inequidad y naturaleza inercial de un orden social basado en rentas, lo que revela no sólo un pasado curioso sino algo susceptible de reeditarse como una posibilidad no remota a futuro. Picketty es un temperamento clásico que vuelve su atención a saberes olvidados rescatando su pertinencia y relevancia para hacer otra lectura —y una advertencia— sobre nuestro presente.
Con Why Information Grows… (por qué crece la información) tal parece que ese soul searching entre economistas ha dado lugar también a otro tipo de pensadores ambiciosos e imaginativos, menos ocupados en una arqueología del saber que en conectar distintos campos del conocimiento y que, al hacerlo, logran articular realmente una nueva visión, aunque los elementos convocados no tengan que ser estrictamente vanguardistas: es el juntarlos bajo una nueva óptica y marco interpretativo lo que presenta al lector una nueva frontera. No otra cosa es lo que propone y comunica con bastante éxito César Hidalgo —chileno, de formación economista—, que por algo está a cargo del grupo Macro Connections del Media Lab del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT, por sus siglas en inglés), pues vincula, por un lado, las teorías físicas de la entropía de Boltzman, las de la información de Shanon y Weaver (esenciales a la tecnología informática contemporánea) o las de las estructuras disipativas del químico-físico Prigogine con, por el otro, la teoría de los costos de transacción de Coase, la sociología del capital social (Coleman, Schwartz, Granovetter, Putnam et al.) o la historicidad de la construcción de la confianza en las sociedades (Fukuyama) a todo lo cual suma hallazgos propios para enunciar lo que podrían ser los cimientos de una nueva teoría del desarrollo económico, ambiciosamente anclada en una visión mucho más amplia del universo físico y biológico y en una metáfora informática. Semejantes pretensiones invitarían, en 99% de los casos, a un fracaso descomunal a la hora de hacer un libro medianamente digerible y coherente, pero la agilidad, foco y buena prosa de Hidalgo logran el reto de transmitir su visión en 192 páginas estimulantes y amenas (218, si se le añaden las notas que corresponden a cada capítulo, tan interesantes como el texto principal).
El libro, sin duda, no tiene desperdicio y surge de un intento primigenio de redactar un texto heterodoxo sobre temas de desarrollo económico, pero cuya escritura fue alumbrando más y más ideas y la necesidad de inscribirlas en marcos de comprensión mayores de forma progresiva. Su escritura no dejó de ser una aventura intelectual que desemboca en algo distinto a lo que puso en marcha originalmente al autor, proceso que describe muy bien en su adendum (Bleeding words).
En la Física Teórica, una singularidad es un punto del Universo en el que podrían colapsar las leyes físicas conocidas —tal como puede ocurrir en un agujero negro—; también, puede ser un islote dentro del cosmos que escapa a tendencias y contextos omnipresentes, como la ubicua aleatoriedad y la tendencia a un mayor desorden (una de las interpretaciones posibles de la entropía) o desembocadura en un punto de equilibrio literalmente muerto; sin embargo, los flujos de energía y ciertas formas de consumirla o procesarla rompen —aunque sea de manera momentánea— los equilibrios muertos: son estructuras e islotes que acusan un orden, y donde hay orden hay información, es decir, correlaciones sistemáticas de mediano y largo rango que, en un contexto meramente aleatorio, se presentarían con probabilidad ínfima.
La Tierra es uno de esos islotes resultado de la emergencia de un orden que desafía un caos. De algún modo, es un planeta que procesó la energía para, de hecho, añadir una nueva dimensión de orden al cosmos, como lo es la vida. Cada animal o planta está codificado en su ADN, donde se especifican las instrucciones para construir las proteínas y las secuencias de activación y diferenciación celular que le dan a cada especie e individuo su identidad. La muerte de un organismo comienza con la destrucción de algo esencial en su especificación o información hasta, literalmente, desaparecer en una nueva aleatoriedad molecular o punto de equilibrio (polvo, cenizas). El desarrollo de un organismo es el paulatino desenvolvimiento de información codificada, es decir, de un orden que define estructura y secuencia. La historia del planeta es, hasta ahora, la de una isla en el desolado Universo que no sólo desafía una y otra vez el caos aleatorio de su entorno, sino que ha cobijado una progresiva complejidad tras una estela de extinciones sucesivas que es lo que se describe a través de la evolución de la vida y los ecosistemas.
Hasta la primera mitad del siglo XX se pensaba que los actores en el cosmos eran básicamente dos: la materia y la energía, pero en realidad se trata de un trío: materia, energía e información; si bien esta última no tiene la ubicuidad de las dos primeras, es su preservación y creciente complejidad —más que su aparición en sí— lo que es relativamente reciente dentro de la edad del cosmos de casi 14 mil millones de años.
¿Puede el desarrollo económico ser una derivación de estos procesos hacia un orden creciente, empero en modo alguno ubicuo? ¿En qué se parece y en qué no el desarrollo económico a esta tendencia a crear islotes de orden y creación de más información? Parecieran ser las preguntas que en algún momento de su escritura se hizo el autor. Si pensamos entre la diferencia de la información contenida en una lanza de palo y punta de pedernal u obsidiana con la contenida en la de un automóvil de infinidad de piezas y especificaciones para ensamblarlas, resulta evidente que el orden cultural es uno que ha añadido información al mundo; pero la información no sólo tiene que estar ahí, incorporada en los objetos: para ello tuvo que ser concebida, interpretada, desempacada y procesada, es decir, supone una capacidad computacional entendida en un sentido más amplio que el meramente tecnológico.
Desempacar la información que culmina en un automóvil es un proceso distinto a hacerlo de la contenida en una semilla que deriva en un árbol, la cual, una vez fecundada pasa por un proceso de interacción con el medio ambiente para que germine, pero ya no se precisan más interacciones con otros árboles similares o al menos no de manera directa. Sobra decir que se precisan de redes humanas para diseñar y producir automóviles, lo cual supone transacciones e interacciones culturales, es decir, no naturales. En ese sentido, no sólo el automóvil es un milagro de concreción de información que desafía al caos, sino de interacciones y transacciones que lo hicieron posible, siendo esto último algo todavía menos ubicuo. El que un vehículo pueda rodar en casi cualquier parte del mundo, pero que la capacidad para concebirlo y fabricarlo no, añade una condición específicamente humana al desarrollo económico como un fenómeno no distribuido de manera uniforme en la superficie del planeta, islotes contenidos dentro del más vasto islote humano entendido en su doble dimensión: histórica y geográfica.
El proceso de creación de información supone capacidades computacionales para concebir y procesar de una complejidad todavía mayor a la información en sí misma cristalizada en el objeto. Con todo, en la Naturaleza, información y capacidad computable muestran cierta continuidad sin hiato o brecha a salvar entre ambas (la semilla para germinar tiene una capacidad de lectura, por así decirlo, de las condiciones ambientales), pero no es así en un contexto cultural. Hidalgo identifica las capacidades computables específicamente humanas bajo dos vertientes que discurren una al lado de la otra: el conocimiento explícito o explicitable (knowledge) y el tácito o reacio a transmitirse de manera discursiva (know how). Por ello, es distinto trasladar un Bugatti o un Ferrari por el mundo a las capacidades que los hacen posibles.
Una particularidad del conocimiento humano es que enfrenta límites para ser almacenado y transmitido a nivel de una persona. De hecho, una parte no despreciable de la adquisición, transmisión e incremento del conocimiento surge de la interacción dentro de un grupo, lo cual le da un inequívoco carácter social. El enfoque de los costos de transacción (Coase) establece que, desde una lógica económica, es mejor mantener ciertas interacciones dentro de un grupo que por medio de interacciones de mercado que impliquen búsquedas de proveedores y contratos para cualquier tipo de operación por pequeña que ésta sea. Como se sabe, dicho enfoque es la mejor teoría económica para explicar el surgimiento de las firmas o empresas, pues a su interior hay más fluidez de interacción que la que podría proporcionar el mercado. El tamaño de la firma llega hasta donde no se alcanza tal fluidez o hasta el punto donde una transacción de mercado resulta más económica que tratar de reproducir lo que el mercado ofrece al interior de la firma. Por ésta y otras razones también hay un límite de adquisición, almacenamiento y transmisión de conocimientos aún al interior de un grupo que opera en el paisaje económico.
Hay una masa crítica en el tamaño del grupo que no se puede rebasar y eso acota, a su vez, el conocimiento que puede albergar. La teoría formulada en la década de los 30 (On the Nature of the Firm, 1937) llega hasta aquí, pero la producción de bienes y servicios altamente complejos, con un elevado contenido de información requiere una colaboración más allá, es decir, una participación entre firmas, lo cual implica la conformación de redes de cooperación, tal es el caso de Silicon Valley o de la eclosión y expansión de la industria informática y de telecomunicaciones, donde firmas competitivas tuvieron que colaborar para generar toda una serie de estándares sin los cuales su éxito global hubiese sido inconcebible.
La explicación ortodoxa tipo Austrian Economics (Hayek) de la colaboración sería que los precios de mercado generan la necesaria coordinación espontánea entre los actores (desde las firmas hasta las personas). Ello supone que el mercado decide las posibilidades de interacción entre los agentes, pero el hecho es que muchas maneras de vincularse a los mercados ocurren desde grupos formales o informales ya establecidos. En el acceso al mercado de trabajo, por ejemplo, sigue siendo decisivo informarse de las oportunidades y acceder a ellas a partir de redes de conocidos que por mecanismos impersonales o, incluso, en buena parte del mundo desarrollado, los proveedores de capitales semillas para el emprendimiento son las familias, antes que los mercados financieros: hay nodos de interacción social que preceden o determinan cómo fluirá la interacción económica.
Esto, de forma inevitable, conduce la reflexión al pensamiento sociológico y, en concreto, a las teorías del capital social. Desde su perspectiva, los mecanismos de mercado, su desarrollo y expansión derivan de una configuración del paisaje en términos de las interacciones grupales existentes y del contexto de confianza que las facilita o dificulta. Las configuraciones sociales determinan las posibilidades iniciales del mercado y no al revés, más allá que se ingrese a posteriori en una fase de debilitamiento de lo social que lleve a subsumir todo tipo de interacción a la económica, punto desde donde, al parecer, razonan los economistas, no los historiadores, sociólogos o antropólogos.
Una consideración interesante al respecto que nos ofrece el autor es la diferencia, por ejemplo, entre economías de empresas familiares y las de corporaciones no definidas desde lazos consanguíneos. Las capacidades de crecimiento del grupo en el primer caso —y con ella la de producción, almacenamiento y difusión de conocimiento— son menores que en el segundo, que se basan en mayor medida en la cooperación entre no parientes. Así, siendo por ejemplo la italiana una economía en muchos sentidos sofisticada (empresa familiar), no se especializa en una producción/exportación tan intensiva en conocimiento como la alemana. Al mismo tiempo, esta cooperación entre extraños que dio luz a la corporación moderna facilita más la construcción de redes entre firmas o corporaciones ya sean competitivas o complementarias. Una economía de empresa familiar no deja de acusar una desconfianza hacia los extraños con quienes se espera (o más bien se teme) que muchas de las interacciones sean de suma-cero.
Es inevitable pensar aquí en un teórico no citado por Hidalgo como lo es Marshall Berman y su célebre reflexión sobre la naturaleza de la modernidad.1 Para Berman, la modernidad consiste, en buena medida, en un proceso sistemático en el que los extraños se topan entre sí y se ven obligados a reconocerse mutuamente, trascendiendo así los lazos comunitarios primigenios de familia, clan, tribu o religión e invitando a un nuevo nivel de encuentro e interacción un paso más allá de identidades dadas o de origen. Las sociedades que dominan la gramática de la modernidad son, pues, las que su contexto histórico y tramado institucional facilitan el encuentro y la cooperación entre extraños, uno de cuyos correlatos es la conformación de redes más amplias de interacción con más capacidades y posibilidades cognitivas, es decir, con más capacidades para incrementar la información y servirse de ella.
Las diferencias en los niveles de desarrollo son no tanto en términos de la dotación de factores (las proporciones entre tierra, trabajo y capital), sino en las capacidades para llevar a la realidad lo imaginado —en un entorno cultural, estamos rodeados de objetos que alguna vez sólo existían en la cabeza de alguien (cristales de imaginación)— lo que, una vez plasmado, incrementa nuestras capacidades de acción, entre ellas las de procesamiento de más y nueva información para volver a cristalizar en realidades niveles progresivos de lo imaginado, todo ello en un proceso autocatalítico (capacidad para preservar e incrementar) o de espiral ascendente que va generando y ampliando sus plataformas de posibilidades. Una economía es esa capacidad computacional distribuida entre redes de procesamiento, y la complejidad de esas redes determina las posibilidades incrementales de creación y consumo de información.
Hidalgo, más allá de ofrecernos una nueva visión del proceso de desarrollo y por qué éste es autocatalítico y no ubicuo (amén de las posibilidades que ello tenga para la teoría de la localización de clusters industriales o New Economics Geography), nos proporciona en la sección cuarta del libro los elementos para someter a prueba su propuesta o perspectiva (en términos de filosofía de la ciencia, someter a prueba es formular un contenido falsable, es decir, una hipótesis que describe las condiciones de su refutación en vez de brincar a una reinterpretación si no sucede lo que predice2). En particular, en el capítulo 10 (The Sixth Sustance), el autor enuncia las limitaciones e insuficiencias de la productividad total de los factores (PTF) como predictor de la capacidad de crecimiento de las economías en el largo plazo, contrastando con una alternativa falsable que responde al enfoque que propone.
La PTF es una construcción matemática donde se trata de detectar si la contribución de los factores de la producción (tierra, capital, trabajo) va más allá de la suma de las partes. Ése, más allá, es un residual que los economistas identifican de distintas maneras: progreso técnico, eficiencia X: una sinergia no directamente localizable. Hidalgo remite a la crítica de Leontief a los agregados de contabilidad nacional desde donde se construye la PTF, pues al poner un énfasis más en los stocks que en la diversidad subyacente, “estos factores añaden manzanas y naranjas, estufas con refrigeradores, diseñadores gráficos con ingenieros en electrónica”. Así, no importa que en la ecuación se calibre mejor añadiendo más variables, como el capital humano o, incluso, si cabe, el capital social, porque cada uno al agregar pierde la información sobre diversidad y especialización que le subyace.
Para Hidalgo, la clave de todo es encontrar una métrica de esa complejidad cognitiva subyacente que transmita capacidad tanto para la diversidad como para hacer lo que pocos hacen ya sea a nivel de países o de regiones. Sin apelar a un lenguaje formalizado sino a gráficos, el autor ilustra cómo se puede construir esa métrica de la complejidad haciendo uso de estadísticas de comercio exterior (aunque de forma alternativa podría también construirse desde la diversidad ocupacional). Así, la capacidad predictiva de dicha métrica del crecimiento de las naciones desde la década de los 80 supera a los de PTF. Cabe añadir que las implicaciones de esto pueden ser muy amplias. Su línea de regresión podría establecer, por ejemplo, una nueva manera de ajustar magnitudes agregadas como el producto interno bruto a largo plazo o potencial.
En fin, son tantas las ideas y conceptos condensados en una obra como ésta que uno no puede dejar de verla como la ilustración en sí misma de un ir y venir de su autor a lo largo de redes de conocimiento multidisciplinario en un ecosistema llamado MIT que permite su fluido intercambio. Por otra parte, es posible que el libro sucumba de alguna manera a subsumir todo en una nueva metáfora producto del espíritu de nuestro tiempo y que con él fenezca: la era de la información y de la computación que desde nuestra perspectiva actual avanzan de manera irresistible.
Esta dependencia con respecto a la metáfora en boga ha sido analizada de manera brillante por Mary Midgley3 cuando describe cómo la metáfora inspiradora, a la vez que despierta la imaginación, crea sesgos y anteojeras que terminan convirtiéndose en la metafísica que la comunidad científica profesa sin percatarse de ello; metafísica que influye sobremanera en las ideas, criterios, enfoque y discurso de dicha comunidad. Pero, en todo caso, es hora de reformular ese trasfondo.
Es claro que, al menos para el pensamiento económico, ya habían dado de sí las metáforas del materialismo mecanicista, las del atomismo físico, así como las del conductismo de incentivo/estímulo/respuesta que, o le vieron nacer, o le han acompañado. Habrá que agradecerle a César Hidalgo al menos esta renovación de la metáfora y haberlo hecho, además, con esa audacia de conectar lo que los especialistas no hacen por privilegiar la exploración del sonido de su instrumento sobre el de la sinfonía o la lupa a la panorámica. Después de todo, la ciencia nunca ha sido una mera colección de hechos, sino una capacidad de encontrarlos a partir de nuevas disposiciones imaginativas: antes de los hechos hay que dar ese paso.