Vulnerabilidad, exclusión y calidad del empleo: una perspectiva latinoamericana
Edición: Vol.3 Núm.2 mayo-agosto 2012
El acceso al empleo productivo y trabajo decente es indispensable para la satisfacción de necesidades materiales e inmateriales de los trabajadores. Los principales determinantes de la generación de empleo de calidad son el contexto económico-productivo y la institucionalidad laboral. En los mercados laborales de América Latina observamos cuatro tipos de exclusión que obstaculizan el acceso de una elevada proporción de la población en edad de trabajar a este tipo de empleo. En este artículo se revisan, brevemente, las tendencias de exclusión laboral a lo largo de las últimas décadas, se ilustra la magnitud de sus cuatro tipos en la actualidad, se analizan cómo diferentes colectivos de la población en edad de trabajar muestran diferentes grados de vulnerabilidad frente al riesgo de caer en alguna de estas formas de exclusión y se revisa la evolución de algunos indicadores de la calidad del empleo, con el trasfondo de cambios recientes en el contexto económico-productivo y la institucionalidad laboral de la región. Palabras clave: mercados de trabajo latinoamericanos, exclusión laboral, calidad del empleo, vulnerabilidad. |
The access to productive employment and decent work is essential for the satisfaction of workers’ material and immaterial needs. The main determinants for the creation of good quality employment are the economic and productive environment and the labor market institutions. On Latin American labor markets we observe four types of exclusion that hinder the access of a large proportion of the population in working age to this type of employment. In this article, we briefly review the trends of labor market exclusion during the last decades, we illustrate the present magnitude of the four types of labor market exclusion, we analyze how different groups of the population in working age show different levels of vulnerability against the risk to be hit by the different forms of exclusion, and we review the evolution of some employment quality indicators, with the background of recent changes in the region’s economic and productive environment and its labor market institutions. Key words: Latin American labor markets, labor market exclusion, employment quality, vulnerability. |
Introducción
En el 2008 se modificaron los Objetivos de Desarrollo del Milenio y se incluyó la Meta 1.B (“Lograr el empleo pleno y productivo y el trabajo decente para todos, incluidos las mujeres y los jóvenes.”) como parte del Objetivo 1 (“Erradicar la pobreza y el hambre.”). Con esta nueva meta se reafirma que el empleo es indispensable para combatir la pobreza, pero que tener un empleo por sí solo no es suficiente para contribuir al citado objetivo superior y para hacer realidad el potencial del trabajo para la satisfacción de las necesidades materiales e inmateriales de los trabajadores.
En efecto, trabajar significa hacer un aporte al progreso material de la sociedad y permite obtener un ingreso que, según su nivel, facilita la subsistencia y la mejora de las condiciones materiales de vida de las personas; en vista del papel central adscrito al trabajo desde la modernidad, con éste se consigue reconocimiento social y satisfacción personal; finalmente, integra a las personas en espacios de interacción social (Sen, 1997).
Los principales determinantes de la generación de empleos de calidad son el contexto económico-productivo y la institucionalidad laboral. El primero determina el nivel y la dinámica de la productividad laboral, cuyo crecimiento es una condición necesaria para sostenidas mejoras de la calidad de empleo; sin embargo, la productividad media es un indicador insuficiente, dado que elevadas brechas de productividad entre diferentes segmentos de la estructura productiva conllevan a una marcada desigualdad en las características de los empleos, por lo que políticas que fomentan la convergencia productiva son un elemento clave para la generación de empleo de calidad (CEPAL, 2010a).
Además, se requieren mecanismos que fomenten la transmisión de una parte de las ganancias de una productividad creciente a los trabajadores por medio de mejoras de las condiciones salariales y no salariales; para ello, se necesitan instituciones laborales adecuadas, entre otras, las normas laborales correspondientes, mecanismos para su cumplimiento y la negociación colectiva (ver gráfico 1).
Sin embargo, en los mercados laborales de América Latina observamos cuatro tipos de exclusión que obstaculizan el acceso de una elevada proporción de la población en edad de trabajar al empleo de calidad o al empleo productivo y trabajo decente (ver gráfico 2):
• Tipo 1. La inactividad económica involuntaria: personas que quisieran desempeñarse de manera remunerada, pero quienes por razones fuera de su control no pueden incorporarse a la población económicamente activa.
• Tipo 3. El empleo en actividades de baja productividad: personas que por necesidades de la subsistencia de su hogar se ven obligadas a asumir una actividad laboral que, generalmente, conlleva a malas condiciones laborales dado que no consiguen un empleo de mejor calidad.
• Tipo 4. El empleo que, si bien está inserto en circuitos productivos de mediana o alta productividad, no facilita el acceso a los beneficios correspondientes a causa de las condiciones contractuales bajo las cuales las personas se desempeñan.
Sólo si se logran superar las cuatro exclusiones se cuenta con empleos de calidad. Esto es obvio en el caso de los primeros dos tipos. Por otra parte, los últimos dos se deben a los factores discutidos en torno al gráfico1, a saber, la productividad insuficiente (que conlleva a la exclusión 3) y la debilidad institucional (a la 4).
¿Cómo se distribuye el riesgo de caer en alguna de las exclusiones? Al respecto, es útil referirse a los conceptos de vulnerabilidad social y laboral. Según la definición de Rodríguez (2001: 18), la social consiste “…en el desajuste entre los activos y la estructura de oportunidades, es decir, los activos serían insuficientes, poco pertinentes o difíciles de manejar para aprovechar la estructura de oportunidades existentes…”, mientras los activos pueden consistir en un patrimonio físico, ahorros financieros, capital humano y social, las estructuras de oportunidades son “…probabilidades de acceso a bienes, servicios o actividades que inciden sobre el bienestar del hogar porque le facilitan el uso de recursos propios o le suministran recursos nuevos, útiles para la movilidad e integración social a través de los canales existentes…” (Kaztman, 2000: 299, cit. en CEPAL, 2002: 5s).
En vista de que para la inmensa mayoría de la población el trabajo es la principal fuente de ingresos, los problemas estructurales de inserción laboral constituyen —sobre todo en un contexto que se caracteriza por la ausencia de amplias redes de protección social— un componente clave de la vulnerabilidad social que se puede caracterizar como laboral (Weller, 2009).
Diferentes colectivos de la población en edad de trabajar muestran distintos grados de vulnerabilidad frente al riesgo de caer en alguna de estas formas de exclusión laboral, por lo que no sólo es importante identificar los indicadores relevantes para cada una de éstas, sino también analizarlos de manera diferenciada según características como sexo, educación, edad, etnia y entorno territorial (zonas urbanas versus rurales, áreas en expansión productiva versus zonas estancadas).
En este breve texto, primero se revisan las tendencias de exclusión laboral a lo largo de las últimas décadas. Después, se ilustran los cuatro tipos de exclusión laboral con datos recientes y la manera en que diferentes grupos de población se ven afectados de mayor o menor grado por estas exclusiones.2 En la tercera sección se recorre la evolución reciente de algunos indicadores de la calidad del empleo y se discuten los cambios en el contexto económico-productivo y la institucionalidad laboral que influyeron en este desempeño. El último apartado destaca los principales resultados y subraya la importancia de la política específica para fomentar la superación de las exclusiones laborales y la generación de empleos de calidad.
1. Tendencias de exclusión laboral a lo largo de las últimas décadas
Se ha caracterizado la inserción laboral en las décadas de la posguerra como reflejo de un fordismo periférico (Hurtienne, 1986; Lipietz, 1987). En los esfuerzos de superar estructuras productivas primarias e instituciones oligárquicas, las naciones de la región se orientaron a pautas de la regulación fordista de los países del centro (entre ellas, un estado de bienestar, el desarrollo de esquemas de participación sindical, el fomento de la productividad y la distribución de sus resultados por medio de salarios crecientes que estimularon la demanda interna); sin embargo, en el marco de una estructura productiva heterogénea, factores como la limitada cobertura de las regulaciones laborales, los límites al crecimiento de productividad y la debilidad socio-política de los principales actores incidieron a que la pauta modelo —el trabajador asalariado con empleo permanente, seguridad social y organización sindical— nunca pasó a representar una proporción mayoritaria de la fuerza de trabajo y, menos aún, de la población en edad de trabajar.
En este periodo de las décadas de la posguerra, entre las pautas de exclusión laboral prevalecieron las del tipo 1 —caracterizado por muy bajas tasas de participación femenina— y del 3 —reflejado en un fuerte crecimiento del sector informal urbano— (PREALC, 1991). En contraste, la tasa de desempleo, indicador principal del tipo de exclusión 2, solía estar baja en América Latina, principalmente a causa de los limitados ahorros de muchos hogares que no podían renunciar a los recursos generados por sus miembros perceptores de ingresos, por lo que, por lo general, la alternativa al desempleo fue —y para muchos hogares sigue siéndolo— la inserción en actividades de baja productividad y bajos ingresos. Así, por ejemplo, como consecuencia de la crisis de la deuda, el desempleo urbano regional subió de 6.1% en 1980 a 8.1% en 1984, pero ya en 1987 la tasa de desempleo abierto estaba por debajo del nivel de 1980, sin que en este periodo la región hubiera generado un elevado crecimiento económico y una dinámica generación de empleo productivo.3 Por otra parte, las personas que lograron vincularse con el sector público o el privado de alta productividad, en general pudieron aspirar a condiciones laborales diseñadas según las pautas del fordismo central, de manera que el tipo de exclusión 4 también fue relativamente poco relevante.
A partir de la crisis de la deuda se impuso en la región la orientación a realizar reformas estructurales para la liberalización de los mercados. En un principio, no se dio mucho énfasis a reformas laborales, pero a causa de la decepción con los resultados de las inicialmente implementadas, en una segunda ola con frecuencia se hizo hincapié en la importancia de una desregulación del mercado de trabajo (BID, 1997). En efecto, se propuso limitar la regulación del mercado de trabajo por medio de instrumentos legales y la negociación colectiva y, en contraste, fortalecer la regulación a través del mercado.4 Si bien con grandes diferencias entre los países, se observó una flexibilización de las relaciones contractuales, que a veces implicó su deslaboralización, una menor intervención por medio de instrumentos como el salario mínimo y una caída del grado de sindicalización y de la negociación colectiva. Cabe señalar que no siempre se dio una desregulación de jure, sino con frecuencia ésta fue de facto. Además, esta tendencia no se impuso de manera completa, pues en el mismo periodo —a veces en el contexto de procesos de democratización— se implementaron medidas de protección, en algunos casos para los trabajadores en su conjunto y en otros para grupos específicos (Bronstein, 1997; Vega Ruiz, 2005).
Durante la década de los 90, dos formas adicionales de exclusión laboral ganaron importancia: el tipo 2, dado que el desempleo abierto surgió como un fenómeno cada vez más amenazante sin que las causas de este cambio estén bien comprendidas,5 y el tipo 4, pues con los cambios de facto y de jure se expandieron relaciones laborales atípicas, aun en actividades de mediana y alta productividad.
Esto no implica que los otros tipos de exclusión hayan perdido peso. Específicamente, durante la década de los 90, aparte de la expansión del desempleo abierto, los mercados laborales de la región se caracterizaron por una creciente proporción del empleo en sectores de baja productividad (CEPAL, 2010a: 163); en el contexto de un crecimiento económico mediocre y volátil, combinado con reformas estructurales que —en contraste con lo anunciado— tendieron a reducir la intensidad laboral en los sectores productores de bienes transables, los segmentos formales mostraron poco dinamismo en la generación de empleo.
En este marco, además, se ensanchó la brecha de productividad entre los segmentos de la estructura productiva.6 En efecto, si se utiliza la brecha de ingresos entre los ocupados en los sectores de baja productividad y los ocupados en los de productividad media y alta como indicador indirecto, se observa que entre inicios de la década de los 90 y alrededor del 2002, los salarios medios de las microempresas cayeron respecto a los de la pequeña, mediana y gran empresa de 73 a 62%; aun mayor fue el deterioro de los ingresos de los trabajadores por cuenta propia (ni trabajadores profesionales ni técnicos), los cuales bajaron en relación con los salarios medios de la pequeña, mediana y gran empresa de 99 a 73% (CEPAL, 2010a: 167). En la siguiente sección se revisan la evolución reciente y algunas características actuales de los cuatro tipos de exclusión laboral en América Latina.
2. Algunas ilustraciones de las cuatro exclusiones laborales
2.1 Exclusión laboral del tipo 1: la inactividad económica involuntaria
La tasa de participación de los países latinoamericanos se ubica marcadamente por debajo de los países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE), si bien hay una gran variabilidad en ambos grupos de naciones;7 sin embargo, desde hace varias décadas, hay una tendencia bastante estable de un incremento de esta tasa como resultado de un estancamiento, en algunos casos, incluso, una caída de la tasa de participación masculina (a lo cual contribuyó la permanencia más prolongada de los jóvenes en el sistema educativo y —en el futuro con creciente importancia— del cambio demográfico que aumenta la proporción de las personas de la tercera edad) y un aumento mayor de la de participación femenina. En efecto, entre el 2002 y 2010, en el promedio simple de 19 países de América Latina y el Caribe, la tasa de participación de las mujeres subió de 46 a 49.9%, mientras la de los hombres se mantuvo prácticamente estable, alrededor de 74.5% (CEPAL, 2011).
Aun así, persiste una importante brecha entre los sexos; ésta se concentra en los grupos de educación formal más baja, pues mientras entre los grupos de hombres de diferente nivel educativo la participación es relativamente homogénea, en el caso de las mujeres existe una marcada brecha entre las de pocos años de estudio, con una participación muy baja, y aquéllas de alto nivel educativo para quienes la brecha respecto a los hombres del mismo nivel educativo es menor (ver gráfica 1).
Los trabajos de cuidado y la ausencia de alternativas públicas o privadas accesibles para estos trabajos explican, en buena parte, los bajos niveles de participación. Claramente, la intensidad de las tareas de cuidado juega un papel importante al respecto; por ejemplo, en Honduras, mujeres en cuyo hogar no hay niños menores de 6 años tienen una tasa de participación de 42.6%, mientras para las que viven en hogares con tres o más niños de esta edad baja a 26.6%; no obstante, este contexto se modifica según el carácter del hogar, y en el mismo país la tasa de participación de mujeres que viven en hogares con tres o más niños de menos de 6 años de edad oscila entre 23.3% para mujeres de hasta tres años de estudios y 71.5% para aquéllas con 13 o más años de educación formal (Weller, 2009: 25-26).
En efecto, la contracara de las diferencias en la participación laboral según las características del hogar son las tareas de cuidado no remuneradas. Así, en un promedio de cinco países de la región, 44% de las mujeres que pertenecen a hogares del primer quintil de ingresos per cápita se dedica a tareas del hogar, mientras que para las del quinto quintil esta proporción es de sólo 22% (Weller, 2009).
La tasa de participación femenina es baja, sobre todo en zonas rurales, para lo cual se conjugan factores como las pautas culturales, la ausencia de alternativas para el cuidado y la relativa escasez de oportunidades de empleo remunerado para mujeres (en ocasiones exceptuando empleos temporales), si bien a veces, además, hay problemas de medición que inciden en una subestimación de la participación laboral de las féminas rurales.
Por otra parte, somos testigos de un proceso de cambio socio-cultural (en parte relacionado con los procesos de urbanización de las sociedades latinoamericanas) que ha conllevado a una marcada caída de las tareas del hogar como actividad principal, sobre todo para las mujeres jóvenes. En efecto, entre inicios de la década de los 90 y fines de la del 2000 en el promedio de 16 países de la región, la proporción de mujeres que se dedican a estas tareas ha bajado de 25.8 a 18.9% para las féminas del rango etario de 15 a 19 años y de 38.8 a 28.8% para el grupo de 20 a 24 años.8
Sin embargo, cabe recordar que tener la posibilidad de insertarse en el mercado laboral, superando al respecto el obstáculo que significan las obligaciones del hogar, no implica que dichas obligaciones estén siendo distribuidas de manera más equitativa, pues las mujeres habitualmente tienen que asumir una proporción marcadamente mayor del trabajo en el hogar.9 Además, la persistencia de la elevada maternidad juvenil obstaculiza una transformación más acelerada (Rodríguez Vignoli, 2011).
2.2 Exclusión laboral del tipo 2: el desempleo
Este tipo de exclusión afecta, en mayor parte, a tres grupos de la fuerza de trabajo cuya tasa de desempleo suele sobrepasar al promedio: las mujeres, sobre todo de nivel educativo bajo; los jóvenes, principalmente cuando no cuentan con experiencia laboral; y los hombres con niveles educativos intermedios. En efecto, la gráfica 2 indica la manera en que el desempleo afecta más a los jóvenes que a las personas adultas, y más a las mujeres que a los hombres.10
Entre los hombres, suelen ser los trabajadores con nivel intermedio de educación formal los que tienen las tasas más altas de desempleo, mientras que para aquellos con pocos años de estudios es común que se registren niveles más bajos de desempleo abierto a causa de las urgencias de percibir algún ingreso y las expectativas acotadas respecto a la inserción laboral. En el otro extremo, los más educados tienen, en promedio, mejores opciones de conseguir un empleo que responde a sus expectativas (y donde esto no es el caso, puede darse una presión hacia la baja que desplaza a los grupos de nivel educativo medio de empleos para los cuales están plenamente calificados).
En el agregado regional, la tasa de desempleo urbano registró una marcada caída entre el 2002 y 2008 de 11.2 a 7.3%; la crisis del 2009 revistió esta mejora con un aumento a 8.1%, pero en el 2010 ésta volvió a caer a 7.3% (CEPAL, 2011).
Por otra parte, hay que mencionar una inclusión laboral negativa, reflejado en el empleo infantil y adolescente, que afecta a personas que trabajan a pesar de que para sus propias perspectivas de vida sería preferible que estén en el sistema educativo. Estos niños y adolescentes habitualmente sufren la exclusión del tipo 3.
2.3 Exclusión laboral del tipo 3: el empleo en actividades de baja productividad que generalmente conlleva malas condiciones laborales
La estructura económica productiva e institucional de América Latina no ha sido capaz de generar los empleos de calidad requeridos. En específico, si bien entre el 2002/2003 y 2008/2009 los sectores de mediana o alta productividad aumentaron su proporción en el empleo urbano de 48.8 a 52%, un elevado porcentaje de los ocupados urbanos —y más aún, de los rurales— se desempeñan en actividades que actualmente no tienen una base productiva que permita mejoras significativas de la calidad de sus empleos, entre ellos los de ingresos laborales. En consecuencia, hacia fines de la década pasada, en el promedio simple de 18 países, 23% de los ocupados urbanos latinoamericanos eran pobres y 7%, incluso, indigentes. En el caso de los ocupados rurales (16 naciones), esta proporción, incluso, sube a 41 y 22%, respectivamente.11
Por lo tanto, si bien estar ocupado reduce la probabilidad de estar pobre,12 esta condición está lejos de garantizar un ingreso familiar digno. Entre los ocupados, la pobreza afecta, sobre todo, a las categorías de ocupación que, por fines de medición, suelen representar a los sectores de baja productividad, a saber, los trabajadores por cuenta propia y los no remunerados y, en un grado algo menor, a los asalariados privados en microempresas.13 Estas categorías también registran peores indicadores en términos de protección social (OIT, 2010). Otra categoría de ocupación que es común en registrar malos indicadores de calidad es el servicio doméstico, tanto en términos de ingresos como respecto a la posibilidad de contar con un contrato de trabajo y con protección social (Tokman, 2010).
La probabilidad de verse obligado a desempeñarse en las categorías de ocupación citadas —las cuales representan los sectores de baja productividad y, por lo tanto, la vulnerabilidad frente a este tipo de exclusión laboral— es marcadamente más elevada para los grupos educativos bajos, mientras desciende con un mayor nivel educativo, como lo indica la gráfica 3 con datos promedio de tres países de la región. Además, las mujeres muestran una mayor proporción de inserción en dichas categorías que el conjunto de los ocupados y, por ende, de los hombres.
Entre las ramas de actividad, la agricultura suele registrar los peores indicadores de calidad de empleo (CEPAL, OIT y FAO, 2010). Al respecto, se debe constatar que en muchos países se dan procesos de polarización que ofrecen empleos de mejor calidad para empleos permanentes en la producción de commodities mientras la calidad del empleo suele ser baja en la producción de cultivos tradicionales para el mercado interno, bajo condiciones caracterizadas por escasez de tierras y de capital, problemas de mercadeo, etc. (Balsadi y Graziano da Silva, 2008).
2.4 Exclusión laboral del tipo 4: el empleo que, si bien está inserto a circuitos productivos de mediana o alta productividad, no facilita el acceso a los beneficios correspondientes
En reconocimiento de que trabajar en el sector formal (o de mediana y alta productividad) no garantiza la inclusión a empleos de buena calidad, la OIT ha ampliado su concepto del empleo informal, y se toma en cuenta el empleo informal dentro del sector formal. Dado que pocas encuestas de la región generan la información para delimitar el sector formal según los nuevos criterios conceptuales de la OIT, como un proxy se puede constatar que en las empresas privadas de seis y más ocupados, hacia fines de la década pasada, 83% de los trabajadores tenían cobertura por un sistema de salud (un moderado aumento desde 79.7% en el 2000) y 82.6% por uno de pensiones (en comparación con 76.2% en el 2000) (OIT, 2010). Si bien se constata una mejora en el periodo reciente, también cabe señalar que todavía casi uno entre cinco de estos trabajadores no cuenta con este beneficio básico.
Durante la década del 2000, y específicamente a partir del 2004, los registros institucionales de muchos países mostraron un fuerte aumento del empleo cubierto por la seguridad social (CEPAL 2011: 129), lo cual se explica por la concurrencia de la generación de nuevos puestos formales y la formalización de puestos preexistentes. La relevancia del segundo factor también se observa en el 2009 cuando sólo en algunas naciones el empleo formal cayó de forma significativa (El Salvador y México; en menor grado, Argentina y Costa Rica), mientras que en otros, este tipo de empleo siguió creciendo, si bien con tasas menores que en los años previos. El aumento del empleo formal en el contexto de un crecimiento económico muy bajo o, en varios países, negativo, sólo puede explicarse con la continuación paralela de la formalización de empleos preexistentes, lo que subraya la importancia de aspectos institucionales.
En las décadas de los 80 y 90, aunque con diferencias entre las naciones, modificaciones institucionales dirigidas a desregular el mercado de trabajo incidieron en una profundización de esta exclusión, entre ellas la introducción de contratos laborales más inestables, la reducción de la sindicalización y el debilitamiento de la inspección laboral. En contraste, en la década del 2000, varios países reformaron la institucionalidad laboral con una visión de fortalecer los derechos de los trabajadores, entre otros, con políticas de formalización, apoyo a la organización sindical y reforzamiento de la inspección del trabajo.
Cabe recordar, sin embargo, la existencia de mecanismos de inserción productiva que, con los instrumentos de medición actualmente disponibles, son difíciles de detectar, pero pueden asentar condiciones laborales específicas que difieren de las establecidas para un empleo de calidad. Entre ellos, se puede mencionar la seudoindependencia (el trabajo dependiente disfrazado como el de por cuenta propia), el teletrabajo —que, sin duda, tiene ventajas y desventajas, pero de todas maneras se diferencia del trabajo estándar en empresas formales— y la subcontratación, habitualmente con peores condiciones laborales (DIEESE, 2008). Además, no se puede negar que en la región existen formas de explotación extrema, como en el trabajo forzoso, que no se captan con los tradicionales instrumentos de medición.14
3. Aspectos de la calidad del empleo
Como se ha enfatizado en la introducción, la evolución del empleo y sus características son elementos claves para el bienestar de individuos y familias, así como para la dinámica del desarrollo. La discusión sobre la calidad del empleo y el reconocimiento de la importancia del concepto del trabajo decente, impulsado por la OIT, han hecho importantes contribuciones al respecto.
Muchos países de la región han tenido avances en la medición de algunos indicadores de la calidad del empleo; sin embargo, todavía falta mucho para tener acuerdos sobre la medición de la calidad de empleo y, más aún, para poder contar con datos comparables. En un reciente ejercicio se trató de aprovechar la información relevante al respecto, contenida en las encuestas en hogares de las naciones latinoamericanas (Weller y Roethlisberger, 2011). Se identificaron las variables pertinentes y se analizaron los cambios correspondientes a los subperiodos entre mediados de la década de los 90 y el 2002 y entre el 2002 y 2007.15 Las gráficas 4a a 4d muestran los resultados para algunas de estas variables.16
Los datos de 16 países de la región que disponen de información para los tres años de observación muestran que en el periodo entre 1996 y el 2007 el porcentaje de trabajadores con ingresos inferiores a la línea de pobreza primero subió y luego bajó. En efecto, se nota un empeoramiento de algo más de 1 punto porcentual (de 20.8 a 22%) entre 1996 y el 2002, seguido por una mejora de casi 3 puntos porcentuales (de 22 a 19.1%) entre el 2002 y 2007, reflejando los impactos negativos de las crisis a finales de la década de los 90 e inicios de la del 2000 primero, así como después el lapso de crecimiento relativamente elevado que empezó en el 2003.
Analizando los resultados por sexo, se nota que la evolución entre los ingresos de hombres y mujeres es similar mientras que los niveles son muy distintos. En 1996, el porcentaje de las féminas con ingresos inferiores a la línea de pobreza era más de 10 puntos porcentuales más alto que el de los hombres, y esta brecha se cerró sólo muy levemente durante el periodo de observación.
Por zona geográfica, se notan dos características: primero, que los ingresos en áreas rurales son más probables de no superar la línea de pobreza y segundo, que los ocupados en las ciudades experimentaron entre 1996 y el 2002 un empeoramiento de sus ingresos con respecto a la línea de pobreza y una mejora posterior, mientras que los ocupados rurales se beneficiaron de una gradual mejora durante ambos periodos. En el 2007, un 16.5% de los ocupados en las ciudades y 30% de los trabajadores en zonas rurales siguieron recibiendo ingresos inferiores a la línea de pobreza.
Los niveles y las variaciones de la proporción de trabajadores de bajos ingresos han sido muy distintos entre asalariados e independientes. Mientras que para los asalariados el porcentaje de ingresos laborales inferiores a la línea de pobreza bajó en ambos periodos (en total en aproximadamente 3 puntos porcentuales) llegando en el 2007 a 12.4%, la evolución de los ingresos inferiores a la línea de pobreza de los independientes se caracteriza por una subida marcada en el primer periodo, seguida por una reducción menos pronunciada en el segundo. La proporción de independientes con bajos ingresos se encuentra en un nivel mucho más alto que la de los asalariados, ya que en el 2007 más de 32% de los independientes tuvieron ingresos inferiores a la línea de pobreza.
La disponibilidad de datos sobre tener y no tener contrato y el tipo de éste limita el análisis al lapso 2002 a 2007. En este periodo se nota una mejora de 54.6 a 57.6% de la proporción de los asalariados con contrato en los seis países que disponen de datos (Bolivia, Chile, Guatemala, México, Panamá y República Dominicana). Esto reflejaría una creciente formalización del empleo asalariado en este periodo, fenómeno también observado, como ya se mencionó, con base en los registros institucionales de los sistemas de seguridad social; sin embargo, al incluir las otras cuatro naciones que disponen de datos para el 2007 (Colombia, El Salvador, Paraguay y Perú), el porcentaje de asalariados con contratos se ubica en sólo 52.7 por ciento. Cabe señalar que aun con las mejoras recientes, estos datos reflejan una alta informalidad de la relación de trabajo, con una elevada proporción de los trabajadores sin contrato de trabajo y —como se argumentará más adelante— generalmente sin los derechos relacionados con éste.
Seis países disponen de datos sobre la duración de la relación laboral para 1996, 2002 y 2007 (Argentina, Bolivia, Chile, Costa Rica, Ecuador y México). En el promedio simple de los datos para estas naciones, se observa un aumento de las relaciones laborales temporales (de 19 a 26.5%) y una caída de las permanentes, centrado en el periodo de bajo crecimiento medio (de 67.5% en 1996 a 57.9% en el 2002 y 57.5% en el 2007). La diferencia se explica por las relaciones laborales desconocidas (subida de 13.5% a 16%). No se observan diferencias importantes entre las relaciones laborales de hombres y mujeres, registrando las féminas asalariadas un porcentaje levemente mayor en las relaciones laborales permanentes. Entre 1996 y el 2007, esta proporción cayó marcadamente para ambos sexos (de 69.3 a 58.5% para las mujeres y de 66.7 a 56.6% para los hombres).
En cuanto a la afiliación al sistema de pensiones, sólo cuatro países disponen de datos para todos los trabajadores para 1996, 2002 y 2007 (Brasil, Chile, El Salvador y Paraguay).17 En el promedio simple de estas naciones, en el primer periodo la afiliación a un sistema de este tipo registra una leve caída que se debe a un efecto de composición, pues tanto entre los asalariados como entre los otros ocupados se observa un aumento de las tasas correspondientes, y es el incremento del empleo en las categorías no asalariados que explica el resultado agregado, dado que en estas categorías la afiliación es muy baja.
En efecto, es muy elevada la diferencia de la afiliación a un sistema de pensiones entre los dos grupos. En el 2007, mientras 59.7% de los asalariados contribuyó a uno de pensión, sólo 14.5% de los otros ocupados participó en un sistema.18 Por otra parte, el hecho de que entre 1996 y el 2002 la proporción de asalariados con afiliación a un sistema de pensiones no haya bajado, indica que en este periodo persistieron los esfuerzos de formalizar la relación laboral de un mayor número de trabajadores y que la fase de bajo crecimiento económico no llevó a una mayor informalización del empleo asalariado, aunque sí de la estructura de empleo en su conjunto. De todas maneras, la persistentemente elevada proporción de personas ocupadas no afiliadas a un sistema de pensiones subraya la importancia del desarrollo de sistemas de protección no contributivos.
En resumen, los indicadores muestran grandes deficiencias en la calidad del empleo; sin embargo, se registran ciertas mejoras en el segundo subperiodo —con la excepción del indicador sobre la permanencia en el empleo— tanto en términos absolutos como relativo al desempeño en el subperiodo anterior.
Como se argumentó en la introducción, la calidad de empleo depende del contexto económico- productivo y de la institucionalidad laboral. Las gráficas 5a-5e indican la manera en que algunos de los indicadores de calidad del empleo están correlacionados con la riqueza media (medido por el PIB per cápita) de los países.
Las correlaciones entre el crecimiento económico y la variación de los indicadores de calidad indican que el periodo entre el 2002 y 2007, caracterizado por un crecimiento económico relativamente elevado, representó un entorno más favorable para mejoras en estos indicadores que el de 1996-2002; sin embargo, se registra una significativa dispersión en la relación entre el producto interno bruto per cápita y los indicadores de calidad del empleo, lo cual subraya que existe la necesidad y el espacio para políticas que fomenten esta calidad.
La tabla 1 muestra la correlación entre los indicadores de calidad de empleo. Se constata que es el contrato de trabajo el que aparentemente juega un papel clave para la calidad del empleo, pues está muy correlacionado con la mayoría de los otros indicadores. En consecuencia, políticas para fomentar la formalización tienen el potencial de efectos secundarios favorables.
Cabe señalar que en la región en su conjunto buena parte de la década pasada no sólo se caracterizó por un crecimiento económico relativamente elevado, sino en varios países también por esfuerzos para fortalecer la institucionalidad laboral, reforzando el cumplimiento de la normatividad y algunos aspectos redistributivos (modificaciones en la negociación colectiva, fortalecimiento de la inspección del trabajo, salario mínimo, regulación de la subcontratación, entre otros), lo que habría contribuido a algunas de las mejoras registradas para el periodo 2002-2007.
4. Conclusiones
El acceso al empleo productivo y trabajo decente es indispensable para satisfacción de las necesidades materiales e inmateriales de los trabajadores. Los principales determinantes de la generación de empleos de calidad son el contexto económico-productivo y la institucionalidad laboral. En el periodo recientemente se observó, primero, un empeoramiento de la calidad del empleo (mediados de la década de los 90 a inicio de la del 2000) y mejoras posteriores en el contexto de un crecimiento económico relativamente elevado y algunos cambios institucionales que favorecieron la participación de los trabajadores en las ganancias de productividad; sin embargo, a pesar de algunos avances recientes, los indicadores de calidad todavía indican grandes brechas y los mercados laborales de la región están lejos de contribuir satisfactoriamente a la Meta 1.B de los Objetivos de Desarrollo del Milenio.
Para acceder al empleo de calidad, es necesario superar cuatro tipos de exclusión laboral que afectan una elevada proporción de la población en edad de trabajar. Diferentes colectivos de la población en edad de trabajar muestran distintos grados de vulnerabilidad frente al riesgo de caer en alguna de estas formas de exclusión laboral. Las diferentes exclusiones tuvieron una importancia diferenciada durante las últimas décadas, según el contexto económico, político y social.
Con el fin de fomentar la generación de empleo de calidad y superar las exclusiones laborales, se requieren políticas que estimulen un crecimiento económico elevado y sostenido, apoyen la convergencia productiva interna, eliminen los obstáculos para la inserción en el mercado laboral, desarrollen las capacidades y habilidades de los grupos con problemas especiales de inserción y fortalezcan la eficiencia y la capacidad distributiva de la institucionalidad laboral.
Referencias
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1 Este artículo se basa en buena parte en Weller (2011) y Weller y Roethlisberger (2011). El contenido del artículo representa la opinión del autor y no necesariamente refleja las posiciones de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL).
2 Cabe señalar que por razones de espacio aquí sólo se pueden ilustrar de manera puntual algunos aspectos de la exclusión laboral; por ejemplo, no se cubre a todos los grupos con elevados grados de exclusión; específicamente, no se hace referencia a la exclusión a la cual son objeto las personas con alguna discapacidad o a minorías étnicas discriminadas.
3 Estos datos no son comparables con las tasas de desempleo publicadas para años recientes por organizaciones como la CEPAL y la Organización Internacional del Trabajo (OIT), debido a cambios metodológicos introducidos en el entretanto.
4 Ver respecto a los mecanismos de regulación del mercado laboral Betcherman, Luinstra y Ogawa (2001).
5 Entre otros factores, se puede mencionar la proyección de las reformas estructurales que tuvieron un impacto negativo inmediato en el empleo, la alta volatilidad del crecimiento económico, sobre todo en el segundo lustro de la década de los 90, el cambio de la composición de la fuerza laboral hacia un nivel educativo creciente y el mismatch entre las capacidades demandadas y ofertadas en el contexto de un cambio de la estructura productiva. Ball, De Roux y Hofstetter (2011) detectaron una marcada histéresis en la evolución del desempleo en América Latina y el Caribe, sin que su origen estuviera muy claro.
6 Ver, por ejemplo, para el caso chileno un cálculo de las brechas de productividad intra e intersectoriales en Infante B. y Sunkel (2009: 139).
7 La información disponible no permite diferenciar entre la inactividad económica voluntaria y la involuntaria; sin embargo, por ejemplo, las discrepancias en los niveles de participación laboral entre mujeres de diferentes niveles de educación indican la persistencia de una significativa proporción de inactividad laboral involuntaria, sobre todo entre mujeres. Por ejemplo, si se excluyen de los datos de Chile (Encuesta de Calidad de Vida de los Hogares, CASEN, 2009) de las personas económicamente inactivas a aquellas personas que no buscan un empleo, por realizar estudios, sufrir alguna discapacidad, estar jubilado o alguna otra situación adicional que indica que están desconectadas del mercado laboral por su estatus específico quedan, aproximadamente, 2.2 millones de personas. De éstas, 17.4% puede considerarse como inactivos voluntarios en un significado fuerte (no tienen interés en buscar trabajo o lo buscan cuando lo necesiten), mientras 26% puede considerarse como involuntarios fuertes (no buscan porque tienen que atender a niños, adultos mayores o discapacitados, por la oposición de algún miembro del hogar o porque no tienen el dinero requerido para cubrir los costos de la búsqueda). Si se amplían ambos conceptos es posible definir 22.2% como voluntarios con una definición suave (se incluyen, de forma adicional, las personas que no buscan trabajo porque las condiciones de jornada o de remuneración no les gustan, tienen trabajo esporádico o se aburrieron de buscar) y 77.8% como involuntarios con una definición suave (se incluyen aquellos que no buscan por los quehaceres de hogar o porque consideran que no tienen la capacitación requerida o nadie les daría trabajo). Obviamente, en el grupo grande de las personas —sobre todo mujeres— que se dedica a quehaceres del hogar (47.9%) habrá tanto personas quienes preferirían trabajar como otras quienes están contentas con su situación actual, pero los datos presentados indican que, de todas maneras, una proporción significativa de gente económicamente inactiva estaría interesada en insertarse en el mercado laboral, si las condiciones estuvieran dadas.
8 Cálculo propio con base en un procesamiento especial de las encuestas en hogares de los países.
9 Ver, por ejemplo, Milosavljevic y Tacla (2007).
10 Cabe señalar que los datos citados se refieren sólo al desempleo abierto. También, hay personas que quisieran trabajar, pero por diferentes razones no se contabilizan en esta medición.
11 Cálculo propio con datos de CEPAL (2010b). Conviene recordar que la situación de (no) pobreza de una persona ocupada no sólo depende de sus ingresos laborales, sino también de los de otros miembros del hogar y del tamaño y la composición de éste.
12 Esto se observa claramente con la comparación con los no ocupados: en el ámbito urbano, 42% de los desempleados y 31% de los económicamente inactivos eran pobres y 21 y 11%, respectivamente, indigentes. En las zonas rurales, la pobreza afectó a 53 y 49%, en ese mismo orden, y la indigencia a 31 y 28% de los desocupados e inactivos, respectivamente. Cálculo propio con datos de CEPAL (2010b).
13 Ver CEPAL (2010b). Existe un interesante debate sobre el grado de voluntariedad respecto a la inserción en actividades menos formales (ver, por ejemplo, Perry et al., 2007). Sin duda, la dinámica de la inserción en estos sectores es heterogénea; sin embargo, como indica el comportamiento de las categorías en diferentes fases del ciclo económico, prevalece el empleo que surge para compensar la debilidad de la demanda laboral de las empresas.
14 Ver al respecto ILO (2009), especialmente, pp. 19 y 20.
15 Los aspectos cubiertos bajo el concepto de la calidad de empleo abarcan las exclusiones laborales de los tipos 3 y 4.
16 Se trata de los promedios simples de los valores del grupo de países que cuenta con la información para la variable correspondiente para cada uno de los tres puntos en el tiempo. Debido a la escasez de datos, en algunos casos sólo fue posible analizar los cambios en el periodo 2002-2007. Para más detalles, ver Weller y Roethlisberger (2011).
17 Adicionalmente, Argentina presenta datos de afiliación para asalariados.
18 Cuando se incorporan al promedio del 2007 seis países adicionales que disponen de información para este año, el grado de afiliación entre asalariados retrocede a sólo 53 por ciento.