Desafíos para la medición de la vulnerabilidad y las políticas públicas pertinentes
Los individuos y hogares experimentan múltiples vulnerabilidades, cuyas fuentes coyunturales y estructurales interactúan entre sí y pueden, a veces, combinarse; ello tiene relación con las instituciones y —en términos amplios— las características y la naturaleza de las estructuras sociales y políticas. Uno de los mejores instrumentos para encararlas es el aseguramiento. La protección social es una gran asignatura pendiente en nuestra región para avanzar hacia sociedades menos desiguales y más cohesionadas. Se fundamenta por qué el cuidado debe ser un pilar de la protección social.
Palabras clave: medición y naturaleza de vulnerabilidad, protección social, cuidado.
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Households and individuals experience different kinds of vulnerabilities, whose transitory and structural sources interact and can combine with each other. That is closely related with the institutions —and, in broader terms— with the characteristics and nature of the social and political structures; insurance is one of the main instruments to face them. Social protection in Latin America must be developed in order to advance towards less unequal and more cohesive societies, and care must be a pillar of social protection.
Key words: measurement and nature of vulnerability, social protection, care.
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Determinantes de la vulnerabilidad
El Informe Beveridge, texto fundacional de la protección social lanzado en medio de la II Guerra Mundial, nos ilumina acerca del vínculo entre los datos que fundamentan decisiones en políticas públicas tanto respecto al establecimiento del tipo de beneficios como de su monto. Basado en un amplio diagnóstico consultado sobre la indigencia en el Reino Unido, concluye que se debía a la interrupción o pérdida de la capacidad para ganar dinero o a la gran cantidad de hijos.
Leído hoy con el lente de la literatura contemporánea sobre vulnerabilidad, resalta que la seguridad social se estructuraba en torno a la vulnerabilidad asociada con los riesgos laborales. El plan abarcaba un programa de seguros sociales de prestaciones en dinero, un sistema generalizado de subsidios infantiles —tanto para cuando el padre ganaba dinero como cuando no— y un plan general de cuidados médicos de carácter universal. La seguridad social se definía como el mantenimiento de los ingresos necesarios para la subsistencia con el objetivo de eliminar la indigencia física y para mejorar la cantidad y la calidad de la población, nivel que no debía entenderse como estático, ya que los umbrales mínimos deberían progresar en todos los campos. Se proponían tasas del beneficio de subsistencia y de contribución uniformes, y los diferentes beneficios se establecían según las características del vínculo con el empleo de la población. Para tal fin, la población se dividía en cuatro grupos de edad en aptitud de trabajar, en uno por debajo y otro por encima (Beveridge, 1944, pp. 73-75, 152 y 172), todo ello partiendo del binomio hombre proveedor/mujer cuidadora, es decir, se centraba en la inserción laboral como eje estructurante de la morfología de las prestaciones a brindar dentro de un régimen contributivo. De ahí la distinción de prestaciones de desempleo y de incapacidad, además de los gradientes específicos de cobertura según inserción laboral.
La importancia del mercado laboral como determinante de la vulnerabilidad sigue y seguirá siendo vigente en muchas dimensiones. En la región de América Latina y el Caribe, los hogares reciben, en promedio, 80% de sus ingresos de esta manera; sin embargo, no es el único factor determinante: los individuos y los hogares experimentan múltiples vulnerabilidades que interactúan entre sí y que pueden a veces combinarse, lo cual plantea desafíos en términos de un enfoque interdisciplinario que permita analizar estas dimensiones y su interacción (Summer and Mallett, 2011).
Además, la vulnerabilidad está influida por las instituciones y —en términos amplios— por las características y la naturaleza de las estructuras sociales y políticas. En algunos casos, estos factores, incluso, pueden tener mayor peso que las perturbaciones o shocks (Summer and Mallett, 2011), como lo han destacado desde hace décadas Jean Drèze y Amartya Sen en relación con las hambrunas al vincularlas con los regímenes políticos (Sen, 1982).
Por ejemplo, si consideramos los determinantes del alza de precios de los alimentos que inciden en el aumento de los índices de pobreza e indigencia, son ilustrativos de la presencia de factores múltiples y heterogéneos, cuyas complejas correas de transmisión impactan al final en los hogares vulnerables.
Desde una inflexión al alza ocurrida en el 2005, los precios de los alimentos se han incrementado por presiones de demanda, por limitaciones de oferta y, en fecha más reciente, por factores especulativos. La volatilidad de los mercados de energía, en especial del precio de los combustibles fósiles, se ha transmitido no sólo a la oferta de productos agrícolas mediante el incremento de los costos de producción, sino también a su demanda, pues hay productos agrícolas que son fuente de alimentos y energía sustitutiva de los combustibles fósiles; la demanda, en la mayoría de los casos, es incentivada, además, por subsidios a la producción y al consumo, así como por la creación de mercados garantizados mediante regulaciones que obligan al uso de mezclas de aceites vegetales con diésel y gasolina con etanol. En este abigarrado escenario, como destaca la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), se han fortalecido de manera inédita las interacciones entre los mercados de productos agrícolas y los de energía, así como entre los de commodities agrícolas y no agrícolas y los financieros (CEPAL, 2008).
Desde la segunda mitad del siglo XX se han dado grandes avances en cuanto a la información con la que se cuenta sobre grupos sociales respecto a cuyas necesidades y características se quiere intervenir desde la política pública. Por las complejidades que involucra, hacerlo desde la óptica de la vulnerabilidad implica grandes desafíos en materia de medición.
Si al definir vulnerabilidad se establece una distinción entre factores estructurales y perturbaciones transitorias, es pertinente considerar una serie de éstos: las características previas al riesgo, es decir, las condiciones subyacentes de un sistema, al igual que los variados factores y procesos que las determinan; las condiciones más estructurales en las cuales se inserta y existe el sistema; el tipo de perturbaciones o eventos de riesgo que el sistema experimenta y las variadas y complejas interacciones entre esas dimensiones. Esa perspectiva puede aplicarse a resultados específicos, siendo pertinentes las preguntas acerca de vulnerabilidad ante qué y vulnerabilidad de qué, además del enfoque de sistemas complejos que encaran perturbaciones (shocks) y factores estresantes (Summer and Mallett, 2011).
Por otra parte, parece pertinente considerar una reflexión interesante sobre las limitaciones de las medidas de vulnerabilidad, que resalta, por lo general, que éstas, en esencia, son retrospectivas, lo cual sería insatisfactorio debido a que el concepto de vulnerabilidad debiera ser prospectivo, que trate de capturar las consecuencias que tiene para el bienestar la exposición a riesgos, más que las consecuencias de haber estado expuesto a shocks (Cafiero y Vakis, 2006). Como señalan los dos autores citando a Alwang, Siegel and Jørgenson: “Si bien es posible medir pérdidas ex-post (…), éstas son sólo los resultados estáticos de un proceso continuo de riesgo y de respuesta. La vulnerabilidad es el estado continuo y prospectivo de los resultados esperados. Las pérdidas de bienestar ex-post no son ni necesarias ni suficientes para la existencia de la vulnerabilidad. Por sí mismas, las pérdidas de bienestar no son suficientes para identificar a un hogar como vulnerable…” (traducción propia). Esta reflexión ilumina las restricciones de los proxies que pueden utilizarse para medir la vulnerabilidad.
En cuanto a la orientación prospectiva del concepto, cabe resaltar que los hogares no sólo desarrollan estrategias orientadas a encarar las consecuencias de las perturbaciones o shocks; ellos tratan de reducir o de mitigar el riesgo, sobre todo por los límites que encaran en cuanto a la diversificación de riesgos. Aun en las peores condiciones, en resumidas cuentas, aspiran a un emparejamiento del ingreso y de las condiciones de bienestar (Dercon, 2008).
Vulnerabilidad y pobreza
El concepto de vulnerabilidad se ha vinculado con el de pobreza. Según plantean Cafiero y Vakis, una persona es pobre precisamente porque no posee suficientes recursos para asegurarse contra todos los riesgos cuyas posibles consecuencias se juzgan como socialmente intolerables. Lejos de poder definirse de manera absoluta en términos geográficos y con dimensiones históricas, la lista de riesgos a encarar se inicia con la exposición a hambrunas, pero se trata de una lista que se incrementa a lo largo del tiempo y que abarca aquello que las sociedades reconocen como inaceptable. En tal sentido, el desarrollo puede entenderse como el proceso en que, en conjunto, se agranda la lista de riesgos intolerables y la provisión de los medios para asegurar contra ellos al mayor número posible de personas (Cafiero y Vakis, 2006).
En el contexto de la dinámica de la pobreza, la vulnerabilidad es un aspecto interesante de considerar. Para analizar la composición de los pobres —como señala Atkinson—, deben considerarse las dinámicas de la pobreza, es decir, su transitoriedad, permanencia y magnitud de la movilidad tanto de los ingresos como de las circunstancias de la pobreza. Un elemento importante de esta dinámica es, precisamente, el ciclo de vida, aspecto que fue resaltado en particular por Rowntree en 1899, como resultado de su célebre encuesta sobre la pobreza en Reino Unido: las etapas críticas serían la niñez, aquélla en que se tienen hijos dependientes en el hogar y la vejez. Su impacto depende de las transferencias públicas y privadas y del goce de la protección social, por ejemplo, en materia de salud y pensiones. En ese sentido, la pobreza analizada como ciclo de vida realza que algunas personas la experimentan en algún punto de su vida, pero que ello, en determinadas circunstancias, puede conducir a un estadio subsecuente y también en generaciones. Cuanto menores los ingresos, afirma Atkinson, mayor la vulnerabilidad a factores transitorios, como episodios de morbilidad o pérdida del empleo (Atkinson, 2008).
Los hogares pobres, desprovistos de protección, se ven compelidos a encarar los riesgos en formas que tienen consecuencias para el bienestar, la inversión y sus condiciones de pobreza. Como afirma Dercon, ellos tienden a transar riesgos y nivelación del consumo en el corto plazo por un menor bienestar en el largo plazo, transacción que —entre otros aspectos— restringe su capacidad de ahorro y obtención de créditos. La venta de activos productivos o el retiro de los niños de la escuela para incrementar los ingresos comprometen el ingreso permanente; en sentido opuesto, las estrategias para proteger los ingresos estrechan las capacidades de aprovechar algunas actividades de cierto riesgo que pudieran resultar rentables. Las evidencias muestran que el riesgo y la falta de aseguramiento apropiado son uno de los factores que explican la persistencia de la pobreza (Dercon, 2008).
En América Latina, las probabilidades de que las perturbaciones del ingreso afecten tanto a los hogares pobres como a los de ingresos medios han sido semejantes en algunos casos. Frente a esos shocks, y según su recurrencia, las estrategias de los sectores medios tienen efectos intergeneracionales que pueden poner en entredicho su propia constitución y permanencia, es decir, las estrategias que desarrollan, más allá de su relativa eficacia a corto plazo, pueden tener efectos perniciosos más duraderos que las propias perturbaciones que las detonaron; las más usadas son: vender activos, reducir la inversión en capital humano —sobre todo el segundo quintil de ingreso—, incrementar la participación en la fuerza de trabajo y, en menor medida, aumentar las horas trabajadas o migrar (Sojo, 2003, considerando Gaviria, 2001, pp. 11-13, 15 y 19).
Esta reflexión muestra la necesidad de distinguir de forma clara las fuentes coyunturales y estructurales de la vulnerabilidad. Los individuos no son seres inermes sino activos ante los riesgos, pero es fundamental distinguir los condicionamientos y las restricciones estructurales. La pobreza no se refiere sólo al ingreso, y la capacidad de resistencia y recuperación varía de manera notable conforme a ello. Personas no pobres pueden ser vulnerables a riesgos como el desempleo, los desastres naturales y las enfermedades catastróficas, de allí la necesidad de mirar la vulnerabilidad como algo mucho más amplio que la pobreza aunque, por definición, los pobres sean vulnerables en muchos ámbitos.
Podría indagarse en metodologías análogas a las de Alkire y Foster (2007 y 2011) sobre medición multimensional de la pobreza para hacer una similar de la vulnerabilidad, que explore en el vínculo de los ingresos con otras múltiples privaciones, recuperables mediante datos discretos y cualitativos relativos, por ejemplo, al disfrute o privación de aseguramiento y de otras fuentes de protección ante los riesgos y a su interconexión, dando cuenta de la amplitud y la profundidad de la vulnerabilidad a la que se está expuesto.
Vulnerabilidad y aseguramiento
En nuestra región, la vulnerabilidad social se manifiesta en varios aspectos. En muchos países resaltan los altos niveles de pobreza por encima de la media; la reducción gradual de la pobreza es inestable por la volatilidad económica y, a pesar de modestas mejoras distributivas, la desigualdad sigue siendo muy alta. Ha habido cierta ampliación del empleo de mejor calidad, sin embargo destaca el grado de informalidad, el trabajo asalariado no permanente, la desprotección en materia de seguridad social y el empleo de baja calidad.1
Es pertinente distinguir los riesgos agregados, comunes o covariados que afectan por igual a la mayoría de determinados grupos, de los idiosincráticos que perjudican a individuos o a grupos más específicos de actores económicos. Lo que se define como riesgo catastrófico, por su parte, alude a la intensidad del riesgo.
La incertidumbre y el riesgo que enfrentan las personas en la región latinoamericana y del Caribe comprenden, entre otros aspectos, los grados de inseguridad económica que acarrean caídas abruptas de los ingresos, el tipo de riesgos idiosincráticos (como los relacionados con el empleo), la posibilidad de que éstos deriven en catastróficos, o bien, la disminuida capacidad para resistir a las perturbaciones (shocks) una vez que éstas exhiben cierta recurrencia y los activos de los hogares pueden verse reducidos de manera progresiva. De allí su relevancia para las políticas públicas (Sojo, 2003).
Justo porque la óptica de la vulnerabilidad es prospectiva, es fundamental para su medición tomar en cuenta la protección social ante los riesgos con la que cuentan las personas. Las políticas focalizadas de forma estricta en los sectores pobres no resultan suficientes, ya que el subconsumo en materia de aseguramiento afecta a amplios sectores sociales, no sólo a los pobres; en lo que se refiere al aseguramiento, estas políticas no permiten mancomunar riesgos de manera adecuada y estable, de allí la necesidad de establecer políticas de aseguramiento que consoliden la diversificación de riesgos y la solidaridad en materia de salud, pensiones, en el mercado de trabajo y otros, y que estén guiadas por los principios de universalidad y solidaridad.
La disminución de la vulnerabilidad debido al goce de la protección social crea incentivos adecuados para profundizar los mercados laborales. Si suponemos que el ahorro genera crecimiento y que existe un estrecho vínculo entre el ahorro de los hogares y el nacional, es interesante considerar el aseguramiento como determinante del ahorro de los hogares, con repercusiones macroeconómicas beneficiosas.2 Si cada individuo no es una isla, el aseguramiento social es uno de los mecanismos que, al diversificar los riesgos, actúa como emparejador y estabilizador del consumo frente a sus fluctuaciones en reemplazo de estrategias individuales y autárquicas de ahorro y desahorro a lo largo del tiempo (Sojo, 2003 considerando Deaton, 1997, pp. 335-400).
En contraposición a variadas propuestas sobre aseguramiento y riesgos desarrolladas en el seno del Banco Mundial, en particular la del manejo social del riesgo —”Social risk Management”, en: Holzmann, R. (2001), Holzmann, R. y S. Jørgensen (2000)—, puede afirmarse de forma enfática que la acción del Estado o la participación obligatoria en una mancomunación (pool) de riesgos no sólo es pertinente cuando los mecanismos de mercado no existen, colapsan o son disfuncionales, pues las asimetrías de información y las fallas de mercado son inherentes a los mercados de aseguramiento y no constituyen situaciones excepcionales.3 Una vasta literatura, inaugurada por Arrow en 1963, encara precisamente estas complejidades del mercado del aseguramiento,4 que incrementan la vulnerabilidad de las personas.
Las asimetrías de información y fallas de mercado del aseguramiento están relacionadas con múltiples elementos, entre los que sobresalen: la selección adversa, las conductas de riesgo moral, las complejidades y opacidades que la naturaleza y la calidad del producto —es decir, el aseguramiento y las prestaciones en sus diversas variantes— ofrecen al consumidor, la complejidad y heterogeneidad del producto asociado al aseguramiento (como en el caso de las prestaciones de salud), las externalidades del consumo y el subconsumo por incapacidad de pagar las primas de un seguro privado debido a bajos ingresos o a enfermedades crónicas o congénitas, en cuyo caso no se tiene acceso al aseguramiento aunque el mercado exista.
En esos términos, la acción pública regulatoria, el aseguramiento público o el social con aseguradores privados, pero con mecanismos de financiamiento obligatorio y regulaciones que garanticen la diversificación del riesgo, permiten enfrentar la selección del mismo e incrementar la eficiencia de estos mercados al propiciar la estabilidad del aseguramiento. Cuando se opta por el financiamiento solidario, los objetivos, además, son redistributivos y es posible establecer subsidios cruzados entre estratos de ingreso, grupos etarios, de riesgo u otros.
Para conciliar la eficiencia con los criterios de justicia y equidad, son cruciales mecanismos de ajuste de riesgo que permitan una amplia diversificación de riesgos. El aseguramiento social basado en principios de solidaridad permite velar por la eficiencia en la asignación de los recursos, el financiamiento y la provisión; es decir, por la eficiencia, para alcanzar objetivos microeconómicos, y por la equidad, sociales (CEPAL, 2000 y 2006).
“Los seguros obligatorios, al incluir y retener personas de bajo riesgo, permiten operar con una lógica distinta a la del seguro privado y lograr una diferenciación de riesgo estable. El seguro social puede estar en manos de aseguradores privados; su financiamiento puede provenir de primas obligatorias de trabajadores y empleadores o únicamente de los trabajadores, o bien de impuestos generales. Pero en ambas formas su lógica difiere sustancialmente de la del seguro privado, pues rompe la identidad entre prima y riesgo individual y establece en términos más genéricos la cobertura de riesgos, con lo cual pueden incluirse algunos no cubiertos normalmente por los seguros individuales (Barr, 1993, pp. 123-128 y 308). Por lo general, los seguros obligatorios operan con una perspectiva de largo plazo, ya que al establecer garantías generales y no garantías según subgrupos de riesgo, los individuos no son reclasificados en caso de que sus riesgos se incrementen (Arrow, 1963, p. 904).” (Sojo, 2003).
La vulnerabilidad y la incertidumbre son cosustanciales a la esencia humana. Ante ellas, de manera prospectiva, uno de los mejores instrumentos con el que pueden contar las personas es el aseguramiento, y la protección social es una gran asignatura pendiente en nuestra región para avanzar hacia sociedades menos desiguales y más cohesionadas.
Vulnerabilidad y cuidado5
El cuidado abarca la indispensable provisión cotidiana de bienestar físico, afectivo y emocional a lo largo de todo el ciclo vital de las personas y proporciona tanto subsistencia como bienestar y desarrollo. Comprende la estimulación de los fundamentos cognitivos en la infancia y la búsqueda —en la medida de lo posible— de la conservación de las capacidades y la autodeterminación en el caso de las personas frágiles de edad avanzada. La manutención requiere generar y gestionar bienes, recursos, servicios y actividades que hagan viable la alimentación, velar por la salud e higiene personal, además de experimentar procesos de aprendizaje y desarrollo cognitivos y sociales. En el seno de la familia, estas acciones involucran simultaneidad de papeles y responsabilidades, espacios y ciclos, que no se traducen tan fácil en estimaciones de tiempo, intensidad o esfuerzo (Durán, 2003 y 2010).
Los gradientes de dependencia varían conforme a la edad, el grado de vulnerabilidad y el estado de salud de las personas; tomando en consideración aspectos culturales inherentes a las relaciones de género, pueden distinguirse cinco categorías principales en el seno familiar: niños, enfermos, ancianos, sobreocupados en la producción para el mercado y autoconsumidores de cuidado (Durán, 2003 y 2010).
Los llamados nuevos riesgos sociales nacen de la incapacidad de combinar labores de cuidado y trabajo remunerado (Bonolli, 2005); en ese sentido, puede hablarse también de rangos de vulnerabilidad en el ámbito del cuidado. Las políticas públicas de cuidado pueden romper algunos círculos viciosos al hacer la provisión y la calidad del cuidado menos dependientes de las desiguales posiciones sociales de las personas (Sarasa y Billingsley, 2008, p. 140). En estos términos, las políticas públicas en materia de cuidado permiten encarar distintos aspectos que pueden ser analizados desde la óptica de la vulnerabilidad de las personas y las familias (como sujetos y proveedores de cuidados).
En la región —con sus excepciones—, los riesgos asociados al cuidado siguen concentrados en las familias y la preocupación explícita de los gobiernos es incipiente y heterogénea, en un contexto marcado en general por una amplia desigualdad en el acceso a los mecanismos de protección social y mercados laborales con una alta proporción de empleos informales y de baja productividad. A su vez, las políticas de infancia y de adulto mayor se han situado de manera progresiva dentro de un marco de derechos, pero discurren por los cauces tradicionales, carentes de un marco de referencia común en esta temática.
Las políticas públicas en el ámbito del cuidado implican nuevos equilibrios de las interrelaciones entre Estado, mercado y familias; pueden apuntar a diversos objetivos que podrían retroalimentarse de manera positiva en el curso del tiempo.6
Entre los virtuales objetivos destacan: dar un salto en el desarrollo de las destrezas y capacidades infantiles con intervenciones tempranas que son críticas para el desarrollo cognitivo y que pueden disminuir las desigualdades sociales; velar por el bienestar de las personas adultas mayores vulnerables y dependientes mediante una gama de intervenciones que provean cuidado, promuevan su actividad y autonomía y actúen contra su aislamiento social; potenciar las opciones vitales de los familiares a cargo de su cuidado; estrechar las brechas de oportunidades entre mujeres y hombres; contribuir a ampliar las posibilidades de empleo de las mujeres y, con ello, generar externalidades positivas para la creación de empleo y la capacidad productiva; disminuir la pobreza y vulnerabilidad de los hogares a caer en la pobreza incrementando la capacidad de las mujeres de menores ingresos para buscar trabajo de mejor calidad; coadyuvar a lograr un rejuvenecimiento de la población que refleje el libre ejercicio del derecho a la maternidad y la paternidad de las personas al allanar los obstáculos que impiden conciliar la vida familiar y laboral, y que sea favorable para la sociedad; y, por último, favorecer la sustentabilidad del financiamiento de la protección social.
Una importante faceta del cuidado en la infancia remite a las desigualdades sociales. En el caso de las familias de bajos ingresos, vulnerables y con bajos niveles de educación debido al agobio socioeconómico, la diversidad de tareas a cumplir en el ámbito familiar y las circunstancias en que ello tiene lugar (y que abarcan, entre otras, la vivienda, infraestructura básica y equipamiento doméstico), los adultos pueden y suelen dedicar menos tiempo exclusivo a los infantes, desconocen la necesidad de actividades expresas de estimulación de su desarrollo o no conocen técnicas adecuadas para tal efecto. En el caso de clases medias bajas que aspiran a elevar su estatus social, las presiones a reducir el tiempo destinado al cuidado para canalizarlo al trabajo remunerado también son altas. Por el contrario, en el otro extremo de la distribución educativa, las familias con más altos niveles educativos en las últimas decadas han incrementado, incluso, su dedicación a las actividades de estimulación y recreación de los infantes. Se presencia un fenómeno nada trivial:7 la potenciación de la brecha social de la estimulación cognitiva y no cognitiva que los infantes reciben a temprana edad. Por otra parte, si las mujeres con más altos niveles educativos son quienes posponen la maternidad, se potencia en su momento un mayor traspaso ulterior de destrezas a sus hijos. Por todo ello, el incremento de la pobreza infantil, de la desigualdad social y de las brechas del tiempo exclusivo dedicado a los niños conforme a los diversos niveles de educación de los padres y madres, sugieren la acción de efectos combinados (Esping-Andersen, s. f.), que trazan un círculo vicioso a romper por las políticas públicas e imponen desafíos en cuanto a la deseable interrelación de estas intervenciones para potenciar sus efectos.
Debe apostarse a reducir la dispersión o la polarización de las capacidades cognitivas de las personas, actuando con vigor desde la infancia temprana. La experiencia internacional muestra que es viable aspirar a una mayor equidad cognitiva fundada en el logro de altos promedios, es decir, que la reducción de la polarización cognitiva no debe realizarse a expensas de los estándares en juego (Esping-Andersen y Myles, s. f.). En lo que nos ocupa, en lugar de emprender a partir de la escuela primaria tardías búsquedas del tiempo perdido, deben reforzarse experiencias positivas tempranas que tendrán mayores rendimientos futuros.
Valiéndonos de proxies análogos a los usados por Esping-Andersen para países desarrollados, nos interesa destacar aspectos de la polarización cognitiva que atañen al cuidado y que muestran el impacto del preescolar en sus logros en la adolescencia en América Latina.8 Observando en conjunto la asistencia a ese nivel por periodos diversos (más y menos de un año) y un proxy de bienestar que recoge aspectos educacionales, de infraestructura y laborales del hogar de los estudiantes, dicho grado hace una diferencia en el desempeño de los estratos más privilegiados, que normalmente disfrutan de una educación preescolar de mejor calidad. Estos hallazgos refuerzan la idea de que las brechas sociales pueden estrecharse ampliando la cobertura preescolar hacia los sectores más pobres en un horizonte de universalización que abarque a los desprotegidos, pero donde resulta crucial la calidad y no sólo la cobertura (ver Sojo, 2011, apartado VI).
Usando un modelo de regresión lineal multivariado para analizar los factores determinantes del rendimiento académico en las rondas del 2003 y 2009 de los países latinoamericanos que participaron, el análisis muestra cuán fuerte es la incidencia positiva tanto del preescolar como de otros factores muy relacionados con el clima educacional del hogar, como libros y otros recursos educativos, mucho más que el estatus ocupacional más elevado que tengan los padres o tutores del estudiante (ver Sojo, 2011, apartado VI).
Para reducir la dispersión o polarización de las capacidades cognitivas de las personas actuando en la niñez temprana, se requiere establecer el acceso universal a servicios de preescolar con estándares de calidad que implican su regulación y reglamentación. La pertinencia de los contenidos y la calidad de los servicios son indispensables para encarar la vulnerabilidad en el ámbito del cuidado y para avanzar hacia convertir éste en otro pilar de la protección social y de las políticas públicas.
Referencias
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1 Cada año, la CEPAL realiza un seguimiento de estos parámetros en el Panorama Social.
2 En China, por ejemplo, la preocupación actual en torno a introducir sistemas de aseguramiento pretende —entre otras cosas— dinamizar el mercado interno al incidir sobre las tasas de ahorro de los hogares.
3 Así se advierte en afirmaciones como la siguiente: “Las conductas de riesgo moral no son un problema insuperable si el aseguramiento social imita al mercado tanto como sea posible…” (De Ferranti, et al. 2000, p. 42; cursivas propias).
4 En ese sentido, resulta ingenua e improcedente la propuesta de ampliar la definición de la línea de pobreza imputando los costos de aseguramiento contra ciertos riesgos, a partir de una prima actuarial justa, que sería un proxy deducido de las primas de mercado prevalecientes en mercados de seguro formales bien desarrollados, ajustados por costos de transacción asociados con problemas de información y con falta de competencia en la oferta de aseguramiento (Cafiero y Vakis, 2006, p. 11).
5 Elaborado a partir de Sojo (2011).
6 La distinción y especificación de estos objetivos interrelacionables se vio favorecida por la asesoría técnica brindada a la administración Chinchilla Miranda en Costa Rica.
7 En los países desarrollados en las últimas décadas, los hombres con altos niveles de educación han aumentado de forma notable el tiempo que dedican en exclusivo a los niños; éste se ha duplicado en Estados Unidos de América y en Dinamarca y triplicado en el Reino Unido. Las mujeres han aumentado también el tiempo de dedicación exclusiva a los infantes, en su caso, a costo de su tiempo de ocio. Esping-Andersen le atribuye a la capacidad negociadora de la mujer parte de las causas de este incremento del tiempo que dedican los hombres: conforme el ingreso femenino aumenta, también su capacidad negociadora; así se destaca la importancia indirecta respecto al desarrollo infantil que tienen las políticas que favorecen el empleo femenino y la elevación de sus ingresos (Esping-Andersen, s. f. y 2009; Bonke y Esping Andersen, s. f.).
8 Para la ronda del 2003, se consideraron Brasil, México y Uruguay; para la del 2009, Argentina, Brasil, Chile, Colombia, México, Panamá, Perú y Uruguay.