Vulnerabilidad a la violencia doméstica. Una propuesta de indicadores para su medición

Edición: Vol.3 Núm.2 mayo-agosto 2012

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Cuando se habla de violencia doméstica se suele pensar, casi de manera automática, en la que puede ocurrir entre los cónyuges, sobre todo del hombre hacia la mujer. Menos estudiadas, pero con consecuencias también importantes en la pérdida de bienestar de los miembros de la familia son otros tipos: contra los menores, hacia miembros discapacitados del hogar y la que se realiza a los ancianos.

En los estudios sobre el tema, la perspectiva de vulnerabilidad ha sido empleada hasta ahora sólo de manera limitada. ¿En qué radica la novedad cuando hablamos de esto? Una primera contribución es, quizá, el reconocimiento de que no todos estamos expuestos a los mismos riesgos ni tenemos la misma capacidad de responder y recuperarnos frente a éstos. Ello plantea como tareas la identificación de factores de riesgo y la de los grupos de población expuestos a ellos.

La medición de los grupos vulnerables a la violencia doméstica implica dificultades complejas ya que el abuso y la agresividad al interior del hogar y la familia siguen, en buena medida, encubiertos y resguardados en una atmósfera de privacidad. La propuesta que se hace en este trabajo para calcularla parte de la noción de vulnerabilidad como un proceso multidimensional y dinámico. En ese sentido, se propone la identificación de factores de riesgo a la violencia doméstica en tres niveles: individual, familiar y social y se proponen algunos indicadores a ser incluidos en encuestas mexicanas que permitan establecer el nivel de asociación y la dirección de la relación entre estos factores y el riesgo de violencia.

Palabras clave: violencia doméstica, vulnerabilidad, grupos vulnerables, indicadores.

When talking about domestic violence is often thought, almost automatically, in the violence that can occur between spouses, mainly from men to women. Less studied, but also with important consequences on the welfare loss of family members, are other expressions of domestic violence: violence against children, violence against household members with disabilities and violence against the elderly in the family.

In studies on domestic violence the vulnerability perspective has been used so far only in a limited extent. What is the newness when we talk about vulnerability? A first contribution is perhaps the recognition that not everyone is exposed to the same risks and not all have the same ability to respond and recover in their regard. And that raises as much work identifying risk factors such as the identification of populations exposed to them adversely.

Measuring vulnerable groups to domestic violence involves complex difficulties to the extent that the abuse and violence within the home and family are largely hidden and protected in an atmosphere of privacy.

The proposal made in this work to measure vulnerability to domestic violence starts from the notion of vulnerability as a multidimensional and dynamic process. In that sense, I propose the identification of risk factors to domestic violence in three levels: individual, family and social indicators are proposed to be included in Mexican surveys to establish its level of association and the direction of the relationship between these factors and the risk of violence.

Key words: domestic violence, vulnerability, vulnerable groups, indicators.

El problema de la violencia doméstica

"La familia es la institución social más violenta." (Zolotow, 2002)”

Las familias y la sociedad en general, gracias a sus estructuras jerárquicas y relaciones desiguales de poder, son nichos propicios para el desarrollo de este fenómeno social (Brown, 2004). La violencia doméstica constituye, al igual que todas sus expresiones, un problema de salud pública y de violación de los derechos fundamentales de las víctimas.

Cuando se habla de ella, normalmente se piensa en la que ocurre entre los integrantes de una pareja, en especial, del hombre a la mujer; las evidencias han señalado de manera reiterada que son las féminas las que, en mayor medida y con consecuencias más severas, padecen violencia doméstica; por ello, la mayoría de los estudios sobre el tema se han centrado en torno a este punto, haciendo evidente cómo este tipo de violencia representa un problema de amplia magnitud y graves consecuencias. Datos provenientes de encuestas levantadas en 10 países en desarrollo entre el 2000 y el 2003 arrojan una prevalencia de violencia de pareja contra la mujer entre 15 y 71% (García et al., 2006).

Sin embargo, en un sentido amplio, violencia doméstica abarca no sólo la que se presenta entre los cónyuges sino la que pueda ocurrir contra cualquiera de los individuos que habitan un hogar.

Otras de sus expresiones, aunque menos estudiadas, son la violencia contra los menores, la que se ejerce a discapacitados y la que se aplica a los ancianos. Cualquiera que se presente es una importante causa de muerte de mujeres y niños y un factor de riesgo fundamental para una serie de problemas de salud física y mental; además, afecta la capacidad de las mujeres para participar en la fuerza de trabajo y tiene serios efectos sobre la capacidad de los niños para establecer relaciones y en su desempeño escolar, a la vez que constituye un fuerte predictor del riesgo de experimentar violencia en relaciones futuras (Thomas y Green, 2009).

El objetivo de este trabajo es contribuir a la identificación de los individuos más vulnerables a esta experiencia y sus diversas expresiones, así como plantear una propuesta de indicadores de vulnerabilidad a la violencia doméstica que, de forma ideal, deberían estar incorporados de manera permanente en encuestas periódicas mexicanas, lo que permitiría dar cuenta de los niveles y tendencias de la violencia doméstica en el país.

La propuesta para medir la vulnerabilidad a la violencia doméstica parte de la noción del término como un proceso con varias dimensiones y no estático. Así, se sugiere identificar factores de riesgo a esta situación en tres niveles: individual, familiar y social; además, se plantean algunos indicadores.

Definiendo la vulnerabilidad a la violencia doméstica

Vulnerabilidad y grupos vulnerables son conceptos que han sido muy empleados, pero con distintos significados, desde las distintas disciplinas e, incluso, con mucha variabilidad al interior de una misma disciplina (Hoogeven et al., 2005). Para algunos autores, alcanzar un consenso sobre su definición es bastante improbable, en la medida en que las distintas disciplinas y las diversas problemáticas enfatizan aspectos y problemas distintos a los que se puede ser vulnerable (Alwang et al., 2001; Hurst, 2008; Appleton, 1994).

En términos generales, la vulnerabilidad puede ser definida como la exposición a riesgos que conducen a un nivel socialmente inaceptable de bienestar (Hoogeven et al., 2005). Sin embargo, como parte de la condición humana, todos somos vulnerables en potencia (Aday, 2001); pero, entonces, ¿en qué radica la novedad cuando hablamos de vulnerabilidad? Una primera contribución es, quizá, el reconocimiento de que no todos estamos expuestos a los mismos riesgos y no todos tenemos la misma capacidad de responder y recuperarnos frente a éstos; algunas definiciones adicionales de vulnerabilidad, desde diversos campos del conocimiento, enfatizan estos dos elementos.

En la literatura sobre sustentabilidad y modos de vida sustentables, este concepto aparece como la probabilidad de que las condiciones de vida de los individuos y de los hogares se enfrenten a situaciones de estrés; comprende dos aspectos: los riesgos y eventos estresantes y la indefensión o carencia de medios para mitigar o manejar esos shocks sin incurrir en pérdidas (Chambers, 1989, citado por Alwang et al., 2001).

Vulnerabilidad también ha sido empleado en el sentido de debilidad o indefensión, siendo utilizado para describir grupos que aparecen como débiles y sujetos a serias dificultades, los cuales contarían con defensas limitadas en caso de que determinados eventos ocurran y, en esa medida, sus opciones para confrontar los riesgos son muy limitadas (Hoogeven et al., 2005).

De esta manera se destacan, en general, dos dimensiones centrales en su análisis: la exposición al riesgo y la capacidad de darle respuesta o manejarlo. Los individuos (u hogares) más vulnerables son aquéllos con mayor exposición al riesgo y con menor capacidad de respuesta (Alwang et al., 2001; Sharma et al., 2000).

No obstante la exposición al riesgo, la capacidad de respuesta de los individuos y las consecuencias que pueden resultar finalmente no ocurren al azar ni en el vacío, se dan de manera congruente con el contexto y las circunstancias que nos rodean y con la posición que ocupamos en el entramado social. El que algunos grupos de población sean más vulnerables que otros es el resultado evidente de un desigual acceso a oportunidades y recursos. En esa medida, es posible afirmar que la vulnerabilidad social tiene su origen en la desigualdad social.

Por otra parte, aunque el riesgo o la exposición a algunos eventos pueden obedecer a causas naturales fuera del control humano, la mayoría de los peligros de crisis que enfrentan los individuos son definidos socialmente. Y, sin duda, la capacidad de respuesta que tenemos frente a esas crisis es, en todo caso, dictada de manera social; por lo tanto, es imprescindible incorporar en el análisis de la vulnerabilidad el papel que juegan los otros y la sociedad en la definición de quiénes son los vulnerables y de las respuestas que éstos pueden dar frente a las crisis.

En este sentido, y desde una perspectiva sociológica, Aday (2001) plantea que tanto el origen como la solución de la vulnerabilidad están definidos por los vínculos de las comunidades humanas, ser vulnerables a otros es estar en una posición en la que se puede ser ignorado o lastimado por los otros.

Un aspecto clave en la discusión sobre el tema es su carácter estático o dinámico. Davies (1996) sintetiza la vulnerabilidad como un balance entre sensibilidad (la exposición a un riesgo y la respuesta) y resistencia (capacidad de resistir frente a un evento estresante y de recuperarse). Este balance puede ir cambiando en el tiempo, lo que le imprime a la vulnerabilidad un carácter dinámico.

En general, la mayoría de los autores coinciden en señalarla como una condición dinámica, pues representa un estado a priori que puede o no persistir (Alwang et al., 2001). Esta característica plantea, en su medición y análisis, la necesidad de incorporar la dimensión de tiempo como un aspecto crucial, en la medida en que las personas son vulnerables a resultados que se desarrollan durante un determinado periodo.

En las investigaciones sobre violencia doméstica, la perspectiva de vulnerabilidad ha sido empleada sólo de manera limitada. Son contados los análisis del tema que han incorporado esta forma de verla, los cuales, en su mayoría, son estudios de corte epidemiológico.

En términos generales podemos entender la vulnerabilidad a la violencia doméstica como el riesgo excedido que experimentan los individuos que ocupan una posición subordinada en la familia —por asimetrías de edad, capacidades o género—, de experimentar abuso, descuido o abandono por parte de otro(s) miembro(s) de la familia o cuidador(es), con quien(es) mantiene(n) una relación de confianza y dependencia.

La vulnerabilidad es un proceso multidimensional; por lo tanto, para su comprensión y atención, debemos abordar los elementos que se vinculan con la misma a diferentes niveles. En otras palabras, sólo con la incorporación de los diferentes elementos en la estructura causal de la vulnerabilidad, abarcando distintas escalas (local, regional, mundial…) y diferentes dimensiones del fenómeno (social, político, económico, demográfico, cultural, etc.) es factible construir una visión más global y compleja de la vulnerabilidad (Hogan y Marandola, 2005).

Perspectiva de la vulnerabilidad en el análisis de la violencia doméstica

Adoptar la perspectiva de vulnerabilidad para adentrarse en la problemática de la violencia doméstica supone una intención de hacer visible y explícito el abuso hacia personas que, con frecuencia, no tienen la posibilidad o la capacidad de hacerlo público o de introducir este problema en la agenda pública. Por otra parte, admitir esta incapacidad de las víctimas de violencia doméstica para hacer visible el problema no supone atribuir esta incapacidad a la inmadurez o la debilidad física o mental de estos individuos —aunque, en ocasiones, ello pudiera jugar algún papel— sino reconocer que, en el entramado social, estas personas se encuentran en posiciones de desventaja en términos de poder y que, usualmente, los efectos de la violencia son minimizados cuando se desarrollan en contra de estos grupos desfavorecidos (Brown, 2004).

En otras palabras, un modelo estructural de vulnerabilidad no se enfoca en características individuales (como la juventud, las discapacidades o la vejez) como causas o debilidades (de la violencia o el abuso), sino que subraya el impacto de las desigualdades en exacerbar los riesgos ordinarios que enfrentan los grupos en desventaja de experimentar discriminación, abuso y violencia, así como la ausencia de compensación y soporte que otros individuos, que sufrieran abusos semejantes, podrían esperar tener (Brown, 2004).

La existencia de una condición temporal o definitiva, que puede suponer la incapacidad de algunos individuos para realizar determinadas tareas o funciones —como podría ser la situación de los menores, los ancianos y los discapacitados—, llega a convertirse en nuestras sociedades en un impedimento o dificultad para el desarrollo de una vida plena y segura en la medida en que la sociedad no asume el compromiso de mitigar esas deficiencias y garantizar de manera colectiva un bienestar a todas las personas; pero más aún, no sólo no asumimos socialmente esta responsabilidad sino que, con frecuencia, hacemos de ella pretexto de abusos cometidos contra estas personas, relativizando o disminuyendo la gravedad de tal situación, como si los derechos de los individuos estuviesen supeditados a sus capacidades o características.

Es en este sentido que Brown (1994) afirma que una persona puede ser vulnerable no sólo por deficiencias en el contexto que lo conducen a la pérdida o limitación de oportunidades para vivir al mismo nivel que otros en la comunidad, sino también en la medida en que sus derechos no son confirmados (o defendidos) o cuando son excluidos de su ejercicio o son incapaces de acceder a los mecanismos de protección y compensación. La vulnerabilidad es, entonces —al menos en parte— producida socialmente en la medida en que cualquier dificultad personal es magnificada al colocar a algunas personas en riesgo adicional (Brown, 2004).

Por otra parte, parece evidente que las condiciones particulares de los individuos no constituyen la razón de fondo ni de la violencia que pueda ser cometida contra ellos ni de su vulnerabilidad a la misma. En el caso de las mujeres adultas víctimas de violencia doméstica resulta bastante obvio que esta situación no podría explicarse en función de una inhabilidad o debilidad de las mismas, a menos que estuviéramos dispuestos a afirmar que la condición de género femenino lo es; no obstante, en un sentido sociológico sí lo es, ya que éste ha sido empleado como un factor de estructuración y jerarquización social que ha asignado a las mujeres un lugar subordinado en la sociedad y en sus instituciones; entonces, no es en sí el género la causa de la vulnerabilidad a la violencia, es el significado que de manera social le atribuimos.

Si aceptamos que el sexo femenino, por razones de género, son más vulnerables que los hombres a la violencia doméstica y que los menores, en razón de su corta edad también lo son en particular, así como los ancianos por su avanzada edad y los discapacitados por sus capacidades restringidas, entonces, ¿cuál es el elemento común que define la vulnerabilidad de todos estos grupos? Se trata sólo de diferencias —de sexo, edad, salud— que son trocadas, socialmente, en desventajas, las cuales se expresan en una situación subordinada común de estos individuos en términos de poder en las distintas estructuras sociales, y que los hace más vulnerables al abuso y la violencia, tanto dentro del hogar como fuera de éste.

Metodología

La propuesta que hacemos en este trabajo para medir la vulnerabilidad a la violencia doméstica parte de la noción de vulnerabilidad como un proceso multidimensional y dinámico. En ese sentido, se sugiere la adopción del modelo ecológico con la identificación de factores de riesgo de vulnerabilidad a la violencia doméstica en tres niveles: individual, familiar y social (incluyendo tanto a la comunidad inmediata como al nivel social más amplio).

En primer lugar, identificamos cuatro tipos de violencia doméstica y los individuos (o poblaciones), que constituyen las víctimas por excelencia de cada una de estas expresiones de violencia. En segundo término, tenemos los principales factores de riesgo asociados a cada uno de estos tipos de violencia, determinados a través de una revisión de la literatura nacional e internacional existente sobre el tema, la cual no es, ni pretende ser, exhaustiva. En este sentido, el presente trabajo no corresponde a un meta-análisis de los factores asociados a las distintas expresiones de la violencia doméstica; tampoco, los factores de riesgo identificados para cada tipo de violencia intentan dar cuenta total de todos los elementos potencialmente asociados a la violencia doméstica: es posible identificar otros, más allá de los aquí reseñados, que pueden también incidir en la vulnerabilidad a la violencia doméstica; sin embargo, los ya esbozados intentan dar cuenta de los aspectos o condiciones asociados de manera más recurrente al riesgo de padecer cada uno de los tipos de violencia doméstica referidos.

Por último, para cada factor de riesgo planteado, se consideran algunas referencias bibliográficas que sustentan la relevancia de dicha característica o circunstancia como factor que exacerba el riesgo de padecer violencia doméstica y se plantea, además, un indicador cuya inclusión en las encuestas permitiría identificar tal condición y dar cuenta —en análisis bivariados y multivariados basados en la información con ellos recabada— de su asociación con el riesgo de violencia.

Poblaciones vulnerables a la violencia doméstica

La definición o identificación de grupos objetivo no resulta siempre sencillo e implica aspectos tanto teóricos como prácticos (Ruof, 2004; Hurst, 2008); pero, al mismo tiempo, es evidente que hay importantes variaciones en el riesgo de abuso (y violencia) que confrontan los miembros de un hogar o de una familia.

Como ya hemos mencionado con anterioridad, las mujeres, los niños, los discapacitados y los ancianos son reconocidos como las víctimas más frecuentes de la violencia doméstica (OACNUDH, 2003; Brown, 2004). Cada uno de estos grupos de población presenta características y condiciones que los hacen en particular vulnerables pero, en general, todos representan grupos subordinados a las jerarquías y desigualdades de poder y género establecidas en la sociedad y muy arraigadas en las estructuras y arreglos familiares, las cuales juegan un papel central en la explicación de la violencia doméstica (Brown, 2004), y cuando ésta emerge de sistemas jerárquicos constituidos en torno a estos dos criterios (poder y género), como es el caso de la violencia doméstica, tiende con mayor facilidad y frecuencia a ser ignorada y/o justificada socialmente y, por lo tanto, a ser más invisible y omnipresente en la sociedad que otros tipos de violencia.

Por otra parte, resulta evidente que estos grupos vulnerables no son excluyentes entre sí y, en ese sentido, la convergencia de dos —o incluso tres de ellos— nos puede sugerir quiénes son las personas potencialmente más expuestas al riesgo de violencia doméstica: aquéllas en las que confluyen tres rasgos asociados al riesgo de vulnerabilidad; las mujeres-niñas-discapacitadas y las mujeres-ancianas-discapacitadas (ver figura 1).

La violencia contra las mujeres es considerada como la violación de derechos humanos más extendida en el mundo, capaz de sobrepasar cualquier tipo de frontera, cultura, raza y nivel socioeconómico; genera profundos e innumerables costos en la vida de ellas, sus familias y sus sociedades (Heise et al., 1999); se ha estimado que representan 98% de las víctimas de la violencia doméstica (Fitzgerald, 1999), y que ésta constituye la principal causa de muerte y de discapacidad en féminas de entre 15 y 44 años de edad. Esta expresión es ejercida de manera abrumadora por sus compañeros o esposos, pero también puede ser realizada por otros miembros de la familia.

Datos de la Encuesta Nacional sobre la Dinámica de las Relaciones en los Hogares (ENDIREH) 2006 confirman, en el caso de México, que la violencia de pareja es la más prevalente, afectando a 35% de las mujeres (unidas o casadas) a través de una o más de sus expresiones: violencia física (10.2%), emocional (26.6%), sexual (6%) o económica (20%) (Castro et al., 2008).

De manera común, se distinguen cuatro tipos de abuso infantil: emocional, físico, sexual y abandono (o negligencia) (National Research Council, 1993; Mercy et al., 2002). La violencia doméstica contra los menores representa la forma más cotidiana y frecuente de abuso infantil, y comprende "…todas las formas dañinas de trato físico o emocional, abuso sexual, trato negligente, explotación comercial o de otro tipo, que resultan efectiva o potencialmente en un daño a la salud del niño, a su sobrevivencia, desarrollo o dignidad, en el contexto de una relación de responsabilidad, confianza y poder." (WHO, 1999).

La violencia física en contra de los menores es posible debido a una aprobación social generalizada respecto al control y castigo de los niños, en un modelo educativo jerárquico que ha otorgado a los adultos el derecho de corregir y disciplinarlos mediante el castigo corporal. Aunque este modelo ha perdido soporte social en los últimos años, continúa siendo bastante extendido todavía y es señalado por diversos autores como el factor central explicativo del abuso infantil (Frías-Armenta y McCloskey, 1998; Azaola, 2006; Casique, 2009). Datos de la ENDIREH 2003 para México señalaban que 25% de las mujeres entrevistadas creían que los padres tienen derecho a pegarle a los hijos cuando se portan mal (Casique, 2009).

Unas primeras cifras para nuestro país surgieron a partir de los datos de la Encuesta sobre Violencia Intrafamiliar, levantada por el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI) en la ciudad de México en 1999, los cuales indicaron que 18% de los menores de 18 años viven en familias con violencia (Knaul y Ramírez, 2005). Los primeros datos a nivel nacional se obtuvieron de las consultas que en el 2000 y 2003 realizara el Instituto Federal Electoral (IFE) de México en conjunto con el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF) y otras organizaciones, en el marco de las elecciones nacionales. Los resultados de la consulta del 2000 arrojaron que 28% de los niños entre 6 y 9 años, 9% entre 10 y 13 años y 10% entre 14 y 17 años reportaron ser tratados con violencia por su familia (IFE, 2000). En la consulta del 2003, 28% de los infantes de 6 a 9 años afirmaron ser tratados con violencia física y 14% reportaron ser insultados en el hogar (IFE, 2003).

De manera adicional, datos de la ENDIREH 2003 plantean que, en el caso de México, la violencia física de padres contra hijos afectaba a, por lo menos, 40% de las familias. De las mujeres entrevistadas, 45% admitió pegarle a los hijos cuando se portaban mal y 19% los ofendía cuando los regañaba; respecto a la violencia de los padres, las mujeres reportaron que 19% de sus parejas pegaba a sus hijos y que 14% los insultaba (Casique, 2009).

En cualquier situación, parece claro que la cifra de menores víctimas de violencia doméstica en nuestro país está subestimada, y que no se cuenta con fuentes adecuadas a nivel nacional para registrar los casos reportados (Azaola, 2006).

La agresividad contra enfermos y discapacitados —mental o físicamente— es, con frecuencia, llamada violencia invisible; los individuos con discapacidades y/o enfermos, que dependen del cuidado de otras personas, presentan riesgos de abuso y violencia muy elevados por parte de sus cuidadores quienes, con frecuencia, son miembros de la propia familia (Petersilia, 2000). La explicación de este riesgo exacerbado se encuentra, al menos de manera parcial, en la alta dependencia que se establece entre estas personas y sus cuidadores, en un frecuente y elevado deseo por parte del discapacitado de complacer a su cuidador, en la incapacidad o temor de reconocer una conducta como abusiva, en la usual incapacidad/dificultad para reportarla, etc. (Perilia, 2000).

En el caso de las mujeres discapacitadas, la vulnerabilidad a la violencia doméstica es mucho más elevada que en el de los hombres en la misma condición. Datos para Australia señalan que sólo 16% de las mujeres con discapacidad alcanzan algún grado de educación secundaria, en tanto que 28% de los varones logran ese nivel. En general, al tener bajos niveles de educación, las discapacitadas quedan relegadas, con poco acceso a la información y poca capacidad de comprenderla lo que, a su vez, limita su aptitud para obtener independencia financiera y, así, vivir de manera autónoma (Salthhouse y Frohmader, 2004).

Todas estas condiciones colocan a las mujeres discapacitadas en el último eslabón de una estructura de poder que permite el empleo de la violencia como mecanismo de control y las coloca en una situación de absoluta vulnerabilidad a todo tipo de violencia, incluyendo la doméstica y la institucional. No obstante, como grupo vulnerable (discapacitados), y de manera particular (mujeres discapacitadas), no han atraído la atención de los estudiosos de la violencia doméstica (Brownridge, 2006). Ello redunda en el hecho de que es sobre esta dimensión que menos sabemos y a la que con mayor dificultad podemos acceder.

Para finalizar, la violencia contra los adultos mayores por parte de miembros de la familia es también un problema frecuente, pero silenciado. En los últimos años, sin embargo, desde una perspectiva de derechos humanos y bajo la presión de enfrentar poblaciones cada vez más envejecidas —situación que tiene lugar no sólo en los países desarrollados—, esta problemática ha cobrado mayor relevancia. La

violencia contra los adultos mayores —sea emocional, física, sexual o económica— conlleva sufrimiento y dolor de los ancianos, violación de sus derechos humanos y menoscabo de su calidad de vida (Brown, A. S. 1989, citado por Krug et al., 2002).

Algunas estimaciones disponibles a principios de esta década, correspondientes a diversos países desarrollados (como Canadá, Estados Unidos de América, Finlandia y Reino Unido) ubicaban la prevalencia de violencia contra los ancianos entre 4 y 9% (Krug et al., 2002), pero se trata, en cualquier caso, de valores subestimados. Respecto a México, no existen datos a nivel nacional sobre esta problemática pero la Encuesta sobre Maltrato a Personas Adultas Mayores en el Distrito Federal registró una prevalencia de maltrato al anciano de 5% (Aguilar, 2006).

Identificación de factores de riesgo y propuesta de indicadores para medición de la vulnerabilidad a la violencia doméstica

Su medición plantea algunas dificultades ya que el abuso y la violencia al interior del hogar y la familia siguen siendo, en buena medida, encubiertos y resguardados en una atmosfera de tabú. Por otra parte, implica la visualización de factores de riesgo que operan en distintos niveles de la realidad (individual, familiar, comunitario y social).

La identificación de los riesgos principales constituye, por lo general, el primer paso en un análisis de vulnerabilidad. Ello implica la jerarquización de dichos riesgos en términos de su impacto potencial y, de manera conjunta, es necesario identificar quiénes están expuestos a éstos.

Sin pretender ser exhaustivos, hemos identificado cuatro grandes casos de violencia doméstica y cuatro grupos de población vulnerable: contra las mujeres (por parte de la pareja), hacia los menores, a los discapacitados y contra los ancianos; por ende, orientamos el esfuerzo en este trabajo a la identificación de los factores de riesgo para cada uno de estos casos y conjuntos de población (ver cuadro 1, columna A), con base en la revisión bibliográfica realizada (cuadro 1, columna C). Para cada factor de riesgo identificado, se propone un indicador (cuadro 1, columna D).

La mayoría de los indicadores sugeridos son simples que se pueden estimar con base en una pregunta directa. Sin embargo, en el caso de vulnerabilidad a la violencia de pareja hemos propuesto indicadores un poco más elaborados, como los índices de poder de decisión, de autonomía, de roles de género y, en el caso de violencia contra los hijos, el de justificación de violencia parental contra los hijos. De manera sintética se explica su estimación en el anexo 1.

Los factores de riesgo —y sus respectivos indicadores— que están sombreados son los que, hasta donde tenemos conocimiento, no han sido incluidos en las encuestas mexicanas o no lo están de manera habitual. Las referencias consultadas en la literatura internacional aparecen en negro, mientras que las mexicanas, en color azul. Con base en ello, es fácil notar que en cuanto a la violencia de pareja contra la mujer disponemos de más indicadores en las encuestas mexicanas y que ha sido un tema más abordado en la literatura nacional. Por otra parte, es respecto a la problemática de violencia contra los discapacitados y los ancianos que disponemos de menos indicadores y de menos investigación, en el caso mexicano. Ello sugiere la necesidad de un esfuerzo adicional para incorporar los indicadores pertinentes en las encuestas, que permitan dar cuenta de estas situaciones de las que poco o nada sabemos en el país.

Para terminar, es importante enfatizar que al incluir en las encuestas preguntas para la estimación de estos indicadores, aquellos que están orientados a captar circunstancias actuales deben ser referidos a un marco temporal no muy amplio (de manera óptima, el último año) y que su captación debe ser periódica con el fin de que, efectivamente, podamos aproximarnos al carácter dinámico de la vulnerabilidad a la violencia doméstica.

Conclusión

La propuesta operativa para la medición de los grupos vulnerables a la violencia doméstica que hacemos en este trabajo se estructura a partir de la identificación de los principales factores de riesgo y de los individuos expuestos, en situación de desventaja, a éstos. Al mismo tiempo, para cada factor de riesgo de violencia doméstica se propone un indicador que daría cuenta de la presencia y/o magnitud de dicho factor.

De manera simultánea, y dado el carácter dinámico de la vulnerabilidad, la medición de estos indicadores a través de encuestas debería ser de forma periódica y sistemática. Su estimación ocasional en una encuesta dada permitirá tener una fotografía estática de la vulnerabilidad a la violencia doméstica, pero sólo mediante las de tipo panel, por ejemplo, se podrá contar en el tiempo con una visión dinámica de la situación y tener, incluso, la posibilidad de proyecciones a futuro.

Asimismo, la incorporación de la perspectiva de la vulnerabilidad al análisis de la violencia doméstica va más allá e implica, también, una aproximación teórica que ubica el problema de la violencia como resultante de desigualdades sociales de poder y género que permean a la familia y al resto de las instituciones sociales, así como una demanda de acciones responsables para prevenir y erradicar esta problemática.

En esa medida, la atención de la vulnerabilidad (en nuestro caso a la violencia doméstica) no puede darse sin pasar por un cuestionamiento y promoción de cambios de aquellas estructuras sociales como el patriarcado y los roles tradicionales de género que permiten y promueven la dominación de unos individuos sobre otros y que abren espacios propicios para el abuso y la violencia (Aday, 2001).

Para finalizar, la adopción de la perspectiva de vulnerabilidad demanda una actitud de reconocimiento de la responsabilidad social que, frente al problema de violencia doméstica, tenemos todos los miembros de la sociedad. Es fundamentalmente desde una responsabilidad social no asumida en cuanto al bienestar de cada individuo que subsiste la vulnerabilidad a la violencia. El llamado, entonces, es a atender esta responsabilidad (Hurst, 2008; Flaskerud y Winslow, 1998) con políticas concretas que promuevan la equidad de género y, en general, las relaciones humanas basadas en la igualdad de las diferencias.

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Anexo 1

Estimación de índices1

Un índice aditivo resulta de combinar diversas variables individuales en una medida compuesta. En términos simples, todas las variables representadas por un factor se combinan y el total —o el promedio de las variables— es usado en sustitución del conjunto de variables originales. El supuesto subyacente y requisito indispensable para crear un índice o escala es que los ítems (variables) incluidos sean unidimensionales, es decir, que están muy asociados unos con otros y que representan a un único concepto. El análisis factorial es una técnica importante para determinar de manera empírica la dimensionalidad de un conjunto de variables y su susceptibilidad de ser reducidos a un indicador único.

Este tipo de índices proporciona dos ventajas fundamentales:

• Son la manera de solventar los errores de muestreo inherentes a todas las variables, que enmascaran las relaciones entre variables y hacen más difícil la estimación de modelos multivariados; los índices aditivos reducen este error al usar varios indicadores (o variables) en lugar de descansar en uno solo.

• Tienen la capacidad de representar en una sola medida o valor diversos aspectos o dimensiones de un concepto.

a) Índice de poder de decisión

Intenta medir la capacidad de injerencia de la mujer en la toma de decisiones personales y familiares y está basado en preguntas (incluidas en la ENDIREH 2003, 2006 y 2011) sobre quién en la pareja decide en diversos aspectos, como: 1) si la mujer puede trabajar o estudiar, 2) si la mujer puede salir de su casa, 3) qué hacer con el dinero (que ella gana), 4) si puede comprar cosas (para ella), 5) si puede participar en la vida social o política de su comunidad, 6) cómo se gasta o economiza el dinero, 7) sobre los permisos a hijas e hijos, 8) cambiarse o mudarse de casa y/o ciudad, 9) cuándo tener relaciones sexuales, 10) si se usan anticonceptivos, 11) quién debe usar los anticonceptivos y 12) cuántos hijos tener.

Las posibles respuestas consideradas son: Esposo, Ambos o Ella, que se codifican como 0, 1 y 2, respectivamente, asignando así un mayor poder de decisión en la medida en que la mujer participa de manera más clara en las decisiones.

Mediante análisis factorial se confirma si estas preguntas responden a un mismo concepto de poder de decisión de los miembros de la pareja y se pueden identificar distintas dimensiones del mismo (en la medida en que los diversos ítems se cargan en distintos factores), lo que da pie al establecimiento de ponderadores según el porcentaje de varianza que cada uno de ellos explica y, finalmente, agruparlos en un índice estandarizado, cuyos valores van de 0 a 1.

b) Índice de autonomía

También se le llama de libertad de movimiento de las mujeres. Busca medir el grado de autonomía de las féminas para realizar diversas actividades sin requerir el permiso o la compañía del esposo para ello. Por lo tanto, se estima a partir de preguntas como: respecto a su esposo o pareja y los arreglos que hace con él cuando necesita realizar alguna de estas actividades: 1) trabajar por un pago o remuneración, 2) ir de compras, 3) visitar parientes o amistades, 4) comprar algo para ella o cambiar su arreglo personal, 5) participar en alguna actividad vecinal o política, 6) hacer amistad con una persona a quien su esposo no conoce y 7) votar por algún partido o candidato. Como opciones de respuesta a cada una de estas preguntas se plantean las siguientes: 1) le debe pedir permiso; 2) le avisa o pide su opinión; 3) no tiene que hacer nada (simplemente lo hace); 4) no va sola, va con él; 5) no lo hace y 6) otro.

Antes que nada, es necesario codificar las posibles respuestas de manera tal que el valor del código asociado a cada una de ellas refleje un orden creciente de autonomía. De ahí que las categorías son recodificadas de la siguiente manera: no lo hace = 0; no va sola, va con él = 0; le debe pedir permiso =

1; le avisa o pide su opinión = 2 y no tiene que hacer nada = 3. Aquellos casos donde la respuesta es otro o no hubo respuesta son excluidos del análisis ya que no proporcionan información relevante para estimar la autonomía de las mujeres.

Enseguida de estas variables sobre libertad personal de la mujer se les aplica análisis factorial, el cual permite confirmar la integridad conceptual de los diversos y la determinación de los ponderadores para la integración final de todos los ítems en un índice aditivo.

c) Índice de ideología de roles de género

Como una aproximación a la ideología o posturas de las mujeres frente a los roles tradicionales de género, se concibe este indicador, que se puede construir a partir de respuestas a preguntas como: a) una buena esposa debe obedecer a su marido en todo lo que él ordene; b) una mujer puede escoger sus amistades, aunque a su esposo no le guste; c) la mujer es libre de decidir si trabaja o no; d) el hombre debe responsabilizarse de todos los gastos de la familia; e) una mujer tiene la misma capacidad que un hombre para ganar dinero; f) es obligación de la mujer tener relaciones sexuales con su esposo aunque ella no quiera; g) la responsabilidad de los hijos e hijas debe compartirse entre el padre y la madre; h) el marido tiene el derecho de pegarle a la mujer cuando ella no cumple con sus obligaciones.

Para cada una de estas afirmaciones se ofrecen como alternativas de respuesta las opciones de Sí, No o Depende. Se asigna el valor de 1 a las respuestas que refuerzan una actitud de subordinación de las mujeres respecto a sus esposos (atendiendo al sentido tradicional o no de cada afirmación), un valor de 2 cuando corresponde a Depende y el de 3 a las que reflejan un rechazo de la mujer a su subordinación frente a los varones. Mediante análisis factorial se determina la pertenencia de todos estos ítems en un solo concepto y se identifican factores que permiten establecer ponderadores para la agrupación de todos los ítems en un índice aditivo ponderado, el cual al final se estandariza para obtener valores entre 0 y 1. Valores bajos en el índice (cercanos a cero) indicarían una actitud tradicional frente a la división de roles por género, mientras que valores más altos (cercanos a 1) indicarían una más equitativa respecto a los roles de hombres y mujeres.

d) Índice de justificación de la violencia contra las mujeres

Pretende medir el grado en que las féminas justifican la violencia, entendiéndola como una conducta comprensible o normal en determinadas circunstancias. Su estimación puede basarse en la inclusión de una batería de afirmaciones o situaciones frente a las cuales la mujer exprese si está bien que el esposo le pegue.

Está bien (o se justifica) que un hombre golpee a su esposa si:

a) Ella lo desobedece.

b) Es floja.

c) Quema la comida.

d) No cumple con los quehaceres de la casa.

e) Desatiende a los hijos.

f ) Si ella le es infiel.

g) Hace cosas a escondidas de él.

h) Lo contradice.

La alternativa de respuesta puede ser o No y, en ese caso, se codificaría el = 1 y el No = 0. Empleando análisis factorial se puede corroborar la pertinencia de incluir todos estos ítems en un solo indicador, el cual se obtendría a partir de la suma ponderada de los diversos ítems. Al final, el índice obtenido se estandarizaría para delimitar el rango entre 0 y 1. Valores más cercanos a 0 indicarían una actitud de mayor rechazo o no aceptación de la violencia contra la mujer, en tanto que valores más elevados y cercanos a 1 sugerirían una mayor justificación de la violencia por parte de la mujer.

e) Índice de justificación de violencia parental

Para determinar el grado en que la violencia física (o emocional) contra los hijos es vista como estrategia educativa o correctora apropiada por parte de los padres, se puede plantear un conjunto de preguntas, como:

• Para educar bien a los hijos es necesario, a veces, el castigo físico.

• Existen situaciones en las cuales está bien que el padre o la madre le pegue a un niño(a).

• Hay circunstancias en que sólo una buena nalgada puede corregir al niño(a).

• Un buen grito al niño(a) que se comporta mal dice más que mil palabras.

• Aunque no me guste pegarle a los hijos, a veces no hay otra alternativa.

Las opciones de respuesta pueden plantear diferentes grados de acuerdo o desacuerdo: 1) completamente en desacuerdo, 2) parcialmente en desacuerdo, 3) ni de acuerdo ni en desacuerdo, 4) parcialmente de acuerdo y 5) completamente de acuerdo.

El índice final se integraría con la suma de la puntuación correspondiente a la respuesta seleccionada para cada pregunta. Dado que se otorga un código mayor a las respuestas que indican algún nivel de acuerdo con las afirmaciones planteadas (códigos 4 y 5), los valores más elevados del índice final indicarán una mayor justificación de la violencia física contra los hijos.

1 Para información más detallada sobre la estimación de los diversos índices aquí planteados utilizando datos de la ENDIREH 2003 y 2006, ver Casique, 2005 y Casique, 2008.

Irene Casique

Autor

Socióloga por la Universidad Católica Andrés Bello (UCAB), maestra en Demografía por El Colegio de México y doctora en Sociología por la Universidad de Texas, en Austin. Ha investigado sobre: género, empoderamiento de las mujeres, trabajo femenino, dinámica familiar, salud reproductiva y violencia doméstica. Desde 1999, es investigadora en el CRIM de la UNAM y miembro del SNI. Ha publicado: Power, Autonomy and Division of Labor in Mexican Dual-earner Families (2001) y Poder y autonomía de la mujer mexicana. Algunos determinantes (2004); con Roberto Castro: Estudios sobre cultura, género y violencia contra las mujeres (2008), Violencia de género en las parejas mexicanas (2008) y Violencia en el noviazgo entre los jóvenes mexicanos (2010).


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